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Decía y hacía a cada momento doscientos mil graciosos disparates, aunque todos inocentes y nada comprometidos, por lo cual la apellidaban también el trueno; pero realmente no era trueno, sino tempestad de risas, de bromas alegres y de regocijados discursos, porque era no menos picotera que su padre. Por lo demás, el fondo de doña Manolita no podía ser más excelente.

Ningun soldado gime, Pero dolor sublime Las frentes inundó; Mas él del hondo seno Lanzaba voz de trueno: «Soldados, al cañon!» Y el Escuadron valiente A la batalla ardiente Con furia se lanzó, Y en la garganta estrecha Y encima de la mecha Su gefe le miró. Y su bandera viendo

No se les ve, pero su trueno lejano se armoniza tan bien con la inmensidad del Ródano, que parece la voz del río. Nos parece que el hijo del mar, debe tener, como el océano, su eterno y formidable estruendo. Mas abajo de su bifurcación, los dos ríos presentan largas sinuosidades en su cauce.

El niño entonces vio una cosa terrible, una cosa que recordó años después y aun toda su vida: el hombre emboscado se incorporaba, con su único ojo centelleante y fiero; se echaba a la cara la formidable tercerola; se oía un espantoso trueno, voz de la bocaza negra; flotaba un borrón de humo, que el aire disipó instantáneamente, y al través de sus últimos tules grises el abuelo giraba sobre mismo como una peonza, y caía boca abajo, mordiendo sin duda, en suprema convulsión, la hierba y el lodo del camino.

Ya se veían relámpagos extensos en el horizonte por Norte y Oeste, y de tarde en tarde zumbaba rodando un trueno allá muy lejos. Don Fermín llevaba el alma sofocada de hastío, de desprecio de mismo. ¡Qué jornada! pensaba, ¡qué jornada!

Aunque el Padre de los Maestros no era muy fuerte en el idioma sagrado de los hombres de ciencia y entendía con dificultad el inglés articulado por aquella voz de trueno, comprendió perfectamente la última afirmación del gigante, que le hizo agitarse de emoción en su asiento.

Al siguiente día, después de oír, como de costumbre, la misa que fray Anselmo dijera a las seis, Pablo anunció: Esta noche hay una gran recepción en Palacio. Acabo de recibir la invitación... Pues todos iremos a Palacio, como corresponde a nuestras dignidades decidió el inquisidor con voz de trueno. ¡Dios lo manda! La proposición fue acogida con júbilo general.

El agua batía la peña donde se hallaban, salpicándoles de espuma y entrando y saliendo sin cesar en las profundas concavidades de la roca, que parecía hueca como un edificio. Las corrientes que se precipitaban por ellas despertaban en su seno extraños y confusos rumores, que unas veces semejaban los ecos lejanos de un trueno, otras los ronquidos profundos de un órgano.

Bajó doña Paula y cuando salió Teresina dijo, mientras miraba hacia la puerta: La pobre no cómo tiene cuerpo. ¿Por qué? preguntó don Fermín que acababa de oír el primer trueno. Su madre, que estaba en pie junto a él revolviendo el azúcar en el vaso, le miró desde arriba con gesto de indignación. ¿Por qué?

Y del sello roto saltaba un caballo rojizo. Su jinete movía sobre la cabeza una enorme espada. Era la Guerra. La tranquilidad huía del mundo ante su galope furioso: los hombres iban á exterminarse. Al abrirse el tercer sello, otro de los animales alados mugía como un trueno: «¡Aparece!» Y Juan veía un caballo negro.