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Todos eran hijos de marinos, y sin embargo se habían emancipado del mar. En tierra firme estaban los negocios. Sólo las cabezas locas podían pensar en barcos y aventuras. El Tritón sonreía humildemente ante estas alusiones y cruzaba miradas con su sobrino. Un secreto existía entre los dos. Ulises, que terminaba su bachillerato, asistía al mismo tiempo en el Instituto á los cursos de pilotaje.

Iban á prolongar su agonía, gracias á ellos, por unas horas. Tal vez si llegaban hasta el amanecer podrían ser descubiertos por algún buque. ¡Pero él!... De repente se acordó del Tritón... Su tío también había muerto en el mar: todos los más vigorosos de la familia venían á perderse en su seno. Durante siglos y siglos había sido la tumba de los Ferragut; por algo le llamaban «mar nuestro».

Don Pedro, que continuaba sus diarias visitas para consolar á la madre, hablando del pobre Esteban como si hubiese sido hijo suyo y dedicando serviles sonrisas al capitán, se vió atajado por éste una tarde en el rellano de la escalera. El marino envejeció de pronto al hablar, acentuándose sus rasgos fisonómicos con una vigorosa fealdad. Se parecía en aquel momento á su tío el Tritón.

Oculta entre dos rocas, como los crustáceos cazadores, estaba la rascaza. Era la escòrpa del mar de Valencia, que Ferragut había conocido en su niñez; el animal amado de su tío el Tritón, á causa de su carne substanciosa que espesa la sopa marinera; el precioso componente buscado por el tío Caragòl para el caldo de sus arroces. La cabeza, enorme, tenía unos ojos completamente rojos.

El otro tutor de su infancia, el vigoroso Tritón, permanecía insensible al paso de los años. Ferragut le encontró varias veces, al llegar á Barcelona, instalado en su casa, en sorda hostilidad con doña Cristina, dedicando á Cinta y á su hijo una parte del cariño que antes era sólo para Ulises. Deseaba que el pequeño Esteban conociese la casa de los bisabuelos.

Al acoplarse á este nuevo ambiente, Ferragut sintió nacer en su interior ideas y aspiraciones que tal vez procedían de una herencia ancestral. Creyó estar oyendo á su tío el Tritón cuando describía los choques de los hombres del Norte con los hombres del Sur por hacerse dueños de la capa azul de Anfitrita.

Eran iguales á los palacios de Oriente: obscuras y tristes en los muros exteriores; deslumbrantes en su interior, como un lago de nácar. Algunos recibían nombres terrestres, por la forma especial de su concha: la liebre, el casco, el cuerno de Tritón, el tonel, la sombrilla mediterránea.

El Tritón, que había izado su vela al amanecer, desembarcaba antes de las once, y la langosta crujía purpúrea sobre las brasas, esparciendo un perfume azucarado; la olla burbujeaba, espesando su caldo con la grasa suculenta de la escòrpa; cantaba el aceite en la sartén, cubriendo la piel rosada de los salmonetes; chirriaban bajo el cuchillo los erizos y las almejas, derramando sus pulpas todavía vivas en el hervor de la cazuela.

Poco después de amanecer, cuando sus habitantes saboreaban los postres del sueño, oyendo adormecidos el rodar de los primeros carruajes y el campaneo de las primeras misas, sonaban rudos portazos y unos pasos de hierro hacían crujir la escalera. Era el Tritón, que se echaba á la calle incapaz de permanecer entre cuatro paredes así que apuntaba la luz.

De cuantos hechos habían tenido por escenario el mare nostrum, el más famoso para el capitán era la inaudita expedición de los almogávares á Oriente, la epopeya de Roger de Flor, que él conocía desde pequeño por los relatos del poeta Labarta, del Tritón y del pobre secretario de pueblo que soñaba á todas horas con las grandezas pretéritas de la marina de Cataluña.