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Tuvo que cambiar de mesa y de sala, si quiso seguir predicando ateísmo. «¡Este era el estado del libre examen en Vetustapensaba Guimarán con tristeza mezclada de orgullo. En el billar tampoco querían teología racional.

Y un tumulto de ideas, mejor dicho, de imaginaciones porque, propiamente ideas sobre el mundo, no tiene aun la señorita asaltan su mente en ligero torbellino, se agitan, bullen, vuelan y revuelan como mariposas en torno del foco luminoso. ¿Cómo será el mundo? He ahí la preocupación de la señorita. Pero esta preocupación está exenta de tristeza, de gravedad, de pesimismo.

Nombré antes a los niños, y aquí repito, aunque Presentacioncita había dejado de serlo, a me hacía el efecto de uno de esos chiquillos sentenciosos, que con sus verdades como puños nos causan asombro y risa. Verdad es que la de Rumblar, aun haciéndome reír, me causaba al mismo tiempo tristeza.

Gracias, amigo mío dijo Golbasto . Jamás olvidaré lo que hace usted por en este día.... Los gobiernos se suceden y caen en el olvido, mientras que nuestra amistad llenará capítulos enteros de la historia futura. Luego el poeta se empequeñeció voluntariamente, hasta ocuparse de la existencia doméstica de su amigo. ¿Y Popito? preguntó. Momaren hizo un gesto de contrariedad y de tristeza.

La brisa se dormía y el silbido de los sapos llenaba el campo de perezosa tristeza, como cántico de un culto fatalista y resignado. Los ruidos de la ciudad alta llegaban apagados y con intermitencias de silencio profundo. En la Colonia, más cercana, todo callaba.

Vamos á verlo replicó el guapo levantándose. Mientras tanto, el desgraciado Gabino, después de atravesar el jardín, había salido al campo, como su novia adivinó burlando. No lloraba, pero tenía el corazón tan henchido de tristeza que le tomaron deseos de sentarse entre los railes de la vía férrea que por allí cruzaba y esperar á que algún tren lo arrollase.

Hay que buscar dónde oír una misa. No se encuentra un sacerdote que entienda nuestra lengua para confesarse con él.» Y el contento de regresar a su tierra de altas mesetas y vegetación tropical aminoraba la tristeza de dejar a sus espaldas a la hija única y los nietos. La habían rogado que se quedase con ellos. ¡Ay, no! Quien la sacase de Salta, la mataba.

Don Saturnino Bermúdez, pálido y ojeroso, con una sonrisa cortés que le llegaba de oreja a oreja, venía detrás, solo, también hecho un loquillo de la manera más desgraciada del mundo. Daba tristeza verle divertirse, saltar, imitar la alegría bulliciosa de los otros.

La gaita y el tambor se perdieron por las retorcidas callejuelas de la aldea. Demetria, disipada ya por entero la nube de tristeza que sombreaba su alma, corrió á vestirse.

Mientras Cristeta leía la carta, se le cayó al suelo el talón contra el Banco. Llenósele el alma de tristeza, y lloró silenciosamente. No existen palabras con que expresar su pena. La prosa vulgar y llana sería pálida; la retórica, falsa e insufrible. No hay vocablo que idea de lo amarga que es una lágrima, ni giro que refleje el desconsuelo que se enseñorea del corazón desposeído de esperanza.