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Y ensalzó la inaudita hazaña de este jefe de familia. Era el comandante del submarino que había torpedeado á uno de los más grandes trasatlánticos ingleses. De mil doscientos pasajeros que venían de Nueva York, estaban ahogados más de ochocientos... Mujeres y niños habían entrado en la destrucción general.

Cuando la gente del Goethe creía que el buque iba a seguir avanzando, hasta pegarse a un muelle, se detuvo en mitad de la dársena, lo mismo que los otros trasatlánticos, y sonó en su proa el estrepitoso rodar de las cadenas de anclaje. «¡Fondo!...» Quedó inmóvil la nave, e inmediatamente la rodearon los pequeños vapores que evolucionaban en torno de ella.

La locomotora avanzaba sobre el suelo virgen antes que el arado; las estaciones surgían en el desierto como postes indicadores de futuros pueblos; el buque de vapor estaba pronto en la rada para llevarse el sobrante de las cosechas a otro lugar del globo; el exiguo mercado consumidor tímido y mísero se agrandaba hasta ser un productor gigantesco; los grupitos de emigrantes que cada dos meses llegaban en un bergantín, como gota suelta de vida, eran reemplazados por pueblos enteros que volcaban los trasatlánticos diariamente en la tierra nueva...

Veintiocho pueblos, según afirma don Carmelo el de la comisaría, venimos en el buque; y lo mismo ocurre en otros trasatlánticos. ¿No es verdad, Ojeda, que esto se parece al avance en masa de los pueblos de Europa cuando las Cruzadas?... Hace poco, me acordaba yo, abajo, de las muchedumbres que siguieron a Pedro el Ermitaño.

Alineados junto á los muelles, dormitaban, esperando entrar en funciones, los navíos-hospitales, trasatlánticos más dichosos, que retenían aún cierta parte de su antiguo bienestar, blancos, limpios, con una cruz roja pintada en los flancos y otra en las chimeneas. Algunos de los transportes habían llegado á Salónica milagrosamente.

Eran fragatas que iban a descargar, Paraná arriba, en el puerto de Rosario; vapores de tres pisos, sin mástiles y de escaso fondo, parecidos a casas flotantes, que hacían el servicio diario entre Buenos Aires y Montevideo; reducidos paquebotes, iguales en su forma a los grandes trasatlánticos, que remontaban el estuario con rumbo al Paraguay y a las escalas fluviales del corazón del Brasil, en plena selva virgen.

Los trasatlánticos, al regreso de un viaje feliz al otro hemisferio, se estremecían con la sensación del peligro, y algunas veces volvían atrás. Los capitanes que acababan de atravesar el Atlántico fruncían el ceño con inquietud. Desde la puerta del Ateneo, los expertos señalaban las barcas de vela latina que se disponían á doblar el promontorio.

Allí el silbido incesante de la locomotiva, al partir ó al llegar, en la amplia estacion que centraliza muchos ferrocarriles en actividad prodigiosa; los numerosos partes telegráficos haciendo vibrar los alambres eléctricos á todas horas; las especulaciones consiguientes á los negocios trasatlánticos, y el movimiento aturdidor de grandes carretas de mercancías cruzándose en todas direcciones, le hacen comprender al viajero que en Inglaterra no hay casi tiempo para vivir, ni mucho menos para divertirse.

El culto a los trapos de colores religión de última hora, adorada con fanatismo por el público de hoteles cosmopolitas, trasatlánticos y trenes internacionales, gente que vive gustosa fuera de su patria extendía por todo el comedor, como una primavera de percalina, la floración de sus diversos tonos.

Al regreso de los dos primeros viajes fué á esperarle en el muelle, buscando con la vista su gorra de galón de oro y su levita azul entre los pasajeros trasatlánticos que se agitaban en las cubiertas con la alegría de la llegada á Europa. En el viaje siguiente, doña Cristina la obligó á quedarse en casa, temiendo que la emoción y las aglomeraciones del puerto perjudicasen su próxima maternidad.