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Los fieles aprovecharon este momento para estornudar, sonarse, toser, bostezar, suspirar, volverse de un lado y de otro... Después se hizo el silencio... ¡el más profundo silencio! El predicador avanzó hasta el borde del púlpito, apoyó en él sus manos huesudas y velludas; sus ojos brillaban bajo sus espesas cejas rojas y su boca esbozaba una singular sonrisa... después comenzó: *

El público y el orador tienden á fascinarse mutuamente. El primero mira y oye: no sabemos lo que es más terrible, si la mirada ó el oído. Las miles de pupilas dan vértigo. La atención de tanta gente dirigida á una sola voz confunde y anonada. El orador, por su parte, ve y oye: ve la serenidad anhelante ó desdeñosa, y oye toser.

Si volvía á casa más tarde que yo, entraba y se acostaba con tal cautela, que nunca me despertó; si se retiraba más temprano, me aguardaba leyendo para que pudiese acostarme sin temor de hacer ruido. Por las mañanas nunca se despertaba hasta que me oía toser ó moverme en la cama.

Mientras desvalijaban el último cajón de la cómoda de mi cuarto, se abrió la puerta de mi tío, y apareció don Sabas en el hueco. Noté que salía lloriqueando, y corrí hacia él temiendo que ya hubiera concluido todo allí; pero desde medio camino toser al enfermo, y esto me tranquilizó.

¿Pero está usted acatarrado, padre? preguntaron a la vez muchas señoras. Un poquito nada más respondió el sacerdote sonriendo dulcemente. Un poquito, no; bastante. Ayer no cesaba usted de toser en San José dijo la marquesa. Y se puso a dar cuenta de la dolencia del padre con solicitud y minuciosidad, no omitiendo ningún pormenor que pudiese contribuir a esclarecer tan importante punto.

No mostraba la menor extrañeza cuando veía una buena comida sobre la mesa, y era demasiado discreto para preguntar a su mujer cómo la había logrado. Si la comida era magra, se condolía humorísticamente y sonreía a la mala fortuna como otras veces a la buena. Cuando Germana empezó a toser, bromeó alegremente sobre tan mala costumbre.

Otra vez vuelve a toser durante un breve rato, y otra vez vuelve a pasarse la mano por su blanca barba. Era un orador notable... Yo no he oído a nadie que tuviera la dulzura que tenía Martínez de la Rosa. Aquéllos eran otros hombres: ¿no le parece a usted? Evidentemente, me parece que aquellos hombres eran distintos que éstos.

Estaba envuelto en el humo azulado, sutil y picante que se escapaba del fogón de los buñuelos; un vaho grasoso, inaguantable, capaz de hacer llorar y toser a los monigotes de la falla Y lo primero que vio al volver de sus ensueños fue un par de viejos que, asomados a la puerta del cafetín, le miraban con sonrisa burlona.

Lucía estaba sola con ella, y sosteníale la cabeza para toser, a tiempo que, doblando de pronto el cuello, la tísica entregó el alma. Tiene este horrible mal de la tisis tan diversas fases y aspectos, que hay enfermo que al morir cuenta los instantes que le restan de existencia, y haylo que cae sorprendido en la eternidad, como la fiera en el lazo.

Era hermoso, era joven, me adoraba con sus ojos misteriosos de animal de la selva, y yo, sin embargo, lo encontraba ridículo y me burlaba de él cada vez que balbuceaba en inglés uno de sus cumplimientos orientales... Temblaba de frío, le hacían toser las brumas, movíase como un pájaro bajo la lluvia, agitando sus velos lo mismo que si fuesen alas mojadas... Cuando me hablaba de amor, mirándome con sus ojos húmedos de gacela, me daban ganas de comprarle un gabán y una gorra para que no temblase más.