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Se me ha olvidado la fecha exacta; pero debió de ser esta hacia el 69, porque recuerdo que se habló mucho de Figuerola, de la capitación y del derribo de la torre de la iglesia de Santa Cruz.

Los dos se abalanzaron sobre un hombre que marchaba encorvado por entre las cepas, fuera del camino que en recta pendiente conducía de la carretera a la torre. El encontronazo fue terrible: el hombre vaciló, tirando de su manta en la que había hecho presa uno de los mastines.

Había visto a la Regenta en el parque pasear, leyendo un libro que debía de ser la historia de Santa Juana Francisca, que él mismo le había regalado. Pues bien, Ana, después de leer cinco minutos, había arrojado el libro con desdén sobre un banco. ¡Oh! ¡oh! ¡estamos mal! había exclamado el clérigo desde la torre: conteniendo en seguida la ira, como si Ana pudiera oír sus quejas.

A la derecha de la puerta principal se levantan las masas enormes de la Alcazaba y la torre de la Vela: á la izquierda las torres Bermejas casi arruinadas. Média entre los dos lados un vastísimo espacio, un abismo como de 60 metros, que en tiempo de los Moros estuvo salvado por un puente colosal, suspendido en el aire y que tenia sus estribos ó extremidades en la Alcazaba y las Bermejas!

11 Malquías hijo de Harim y Hasub hijo de Pahat-moab, restauraron la otra medida, y la torre de los Hornos. 12 Junto a ellos restauró Salum hijo de Halohes, príncipe de la mitad de la región de Jerusalén, él con sus hijas.

El cabildo concedió á las casas de los señores de Alcaudete, de Aguilar, de Lucena y de Guadalcázar, del apellido de Córdoba, y á los descendientes de este glorioso tronco, la honrosa distincion del doble de la cepa, que consiste en hacer por ellos el doble ó toque de campanas con la principal de la torre, á la cual acompañan otras tres.

Por la noche solía abrir también algunas veces las contraventanas y encender, además de la lámpara, todas las bujías de los candelabros para imaginarse que se hallaba metida dentro de un gran farol. «Desde la ría, esta torre debe parecer un faro y mi habitación la lámpara que acaba de encenderse», se decía con gozo infantil.

La tristeza resignada, fatal de la piedra que la gota eterna horada, era la expresión muda del valle y del monte; la naturaleza muerta parecía esperar que el agua disolviera su cuerpo inerte, inútil. La torre de la catedral aparecía a lo lejos, entre la cerrazón, como un mástil sumergido.

Hay otras personas en el coche... ¡Pobres de nosotros, estamos perdidos! ¿Perdidos? exclamó la condesa después de un instante de reflexión . ¿Perdidos? Todavía no, Mathys, y aunque nos tenga que pasar algo enojoso, nos vengaremos de nuestros delatores. No triunfarán. Vamos, daos prisa, conducid a Elena a la bodega; bajo la torre de la escalera secreta. Nadie la encontrará allí.

Allí debía permanecer, clavado a su torre como si fuese una cruz, sin esperar nada, sin desear nada, buscando en la anulación de su pensamiento una felicidad vegetativa semejante a la de las sabinas y tamariscos que crecían entre las peñas del promontorio, o a la de las almejas agarradas para siempre a las rocas sumergidas. Tras larga reflexión conformábase con su suerte. No pensaría, no desearía.