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Abrió su bolso para dar un duro al empleado. ¿No podía traer más cirios?... El hombre se rascó una sien. ¿Cirios? ¿cirios?... En los enseres de la plaza no creía encontrarlos. Pero de pronto se acordó de las hermanas de un matador, que traían velas siempre que toreaba éste. Las últimas apenas se habían consumido, y debían estar guardadas en algún rincón de la capilla.

Por primera vez en todo el día, pensó en su mujer y en su madre. ¡La pobre Carmen, allá en Sevilla, esperando el telegrama! ¡La señora Angustias, tranquila con sus gallinas, en el cortijo de La Rinconada, sin saber ciertamente dónde toreaba su hijo!... ¡Y él con el terrible presentimiento de que aquella tarde iba a ocurrirle algo!... ¡Virgen de la Paloma! Un poco de protección.

Ya sabes que a ciertos públicos no les gusta eso. El torero sólo debe torear. Pero quería mucho al banderillero, recordando su adhesión, que algunas veces había llegado hasta el sacrificio. Nada le importaba al Nacional que le silbasen cuando en toros peligrosos ponía las banderillas de cualquier modo, deseando acabar pronto. El no quería gloria, y únicamente toreaba por el jornal.

Los otros jinetes marchaban lejos, y ella espoleó su caballo para unirse al grupo, sin decir una palabra al espada, como si no se diese cuenta de que la seguía. En las fiestas de Semana Santa volvió a la ciudad la familia de Gallardo. El espada toreaba en la corrida de Pascua.

Y montó en el carruaje, abriéndose paso entre los vecinos y curiosos agrupados frente a la casa, los cuales deseaban mucha suerte al señor Juan. Para la familia era más angustiosa la tarde cuando el espada toreaba en Sevilla. No tenían la resignación de otras veces, que les hacía aguardar pacientemente el anochecer con la llegada del telegrama.