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Quizá esto fue motivo de que la turbada forastera, después de dudar un momento, dejase al lado de la puerta, plantada en el polvo, su llamativa sombrilla abierta, y se sentara en el extremo opuesto de un banco inconmensurable. Su voz, al comenzar, era ronca. Me han dicho que se va usted mañana a la bahía, y no podía dejarla marchar sin venir a darle las gracias por su bondad para con mi Tomasito.

En opinión de doña María, Tomasito era un buen chico y merecía algo más que el pobre cuidado que de ella podía esperar. ¡Gracias, señora, gracias! dijo la forastera, sonrojándose aún a través de los afeites, que Red-Gulch llamaba maliciosamente su «pintura de batalla», y procurando en su confusión arrastrar el largo banco más cerca de la maestra. Le doy a usted las más cumplidas gracias.

En una palabra, vengo a pedirle que se encargue de Tomasito, y Dios le bendiga como al mejor, al más querido de sus hijos sobre la tierra... vengo a... pedirle que... le lleve en su compañía. Y, esto diciendo, la forastera se había levantado, y postrándose de rodillas a sus pies, tenía agarrada la mano de la joven entre las suyas.

¿Se silbó? ¡Ya ve usted! intrigas. ¡Picardía! Conque yo quisiera que no sucediese otro tanto con la traducción ésta y la tragedia. El segundo objeto que nos trae es el de que usted lo dirija, dándole algunos consejos a mi Tomasito, porque yo ya le he dicho que no debe limitarse al teatro... que el campo de la literatura es muy vasto, y que el templo de la fama tiene muchas puertas.

Sentáronse mis amigos, el viejo joven y el joven viejo, y sacó don Cándido de su faltriquera un legajo abultado. Dos objetos tiene esta visita me dijo: primero, para que Tomasito se vaya soltando en el francés, le he dicho que traduzca una comedia; hala traducido, y aquí se la traigo a usted. ¡Hola!

Daría yo dice algunas veces, la mitad de mi sueldo por poder escribir un artículo de esos retumbantes de política. ¡Voto va! ¡qué hombres esos!; ¡y qué talentos! ¡Y cómo lo convencen a uno con sus discursos! ¡Media vida diera yo, y la mitad de la otra media porque mi hijo Tomasito pudiera el día de mañana hacer otro tanto!

Supongo dije por último, dirigiéndome a mi Tomasito, que usted no querrá abarcar honra y provecho: esas estupendas rarezas que por acá nos vienen contando los viajeros de los Walter Scott, los Casimir Delavigne, los Lamartine, los Scribe y los Víctor Hugo, de los cuales el que menos tiene, amén de su correspondiente gloria, su palacio donde se da la vida de un príncipe, son cosas de por allá y extravagancias que sólo suceden en Francia y en Inglaterra; verdad es que no tenemos tampoco hombres de aquel temple, pero si los hubiere sucedería probablemente lo mismo.

¿Y qué inconveniente ha de haber? Le diré a usted interrumpió don Cándido, tiene dada ya una comedia de costumbres. Con perdón de usted se apresuró a decir Tomasito, cuando la hice no había leído a Víctor Hugo: ni tenía los conocimientos que tengo en el día... ¡Ay! ya. Pues mi hijo dio esa comedia, y verá usted lo que sucedió a mi entender.

Al enfocar en la carretera, obediente a una agradable voz del interior, refrenó de repente los caballos y esperó respetuosamente mientras Tomasito saltaba del coche por orden de la maestra. La otra mata: no aquélla, Tomasito. El interpelado sacó su cuchillo nuevo, y cortando una rama de una alta mata de azalea, volvió con ella hacia doña María. ¿Adelante? Adelante.

Don Cándido Buenafé es un excelente sujeto, de éstos de quienes solemos decir con envidiable conmiseración: «Es un infeliz». Empleado desde pequeño en un ramo de no mucha importancia, es todo lo más si sabe leer la Gaceta, y redactar, con mala sintaxis y peor ortografía, algún oficio sobrecargado de fórmulas y traslados, o hacer un extracto largo de algún expediente corto; pero en medio de su escasa ciencia, es bastante modesto para desear que su hijo Tomasito sepa más que él, para lo cual no le es necesario felizmente extraordinarios esfuerzos ni sacrificios.