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Fundidos así los dos conos, formaron una gigantesca columna, la cual, girando al mismo tiempo vertiginosamente sobre su eje, vino avanzando hacia el valle y llegó a él y le atravesó a lo ancho, tocando casi el suelo con su base y elevando el capitel enorme por encima de los más altos picachos del Este.

El capitán de la Vertrowen y yo nos echamos por aquellas calles; había por todas partes olor a aceite frito y humo de castañas asadas. En los bancos de las plazas, gente sentada pacíficamente descansaba; algunos obreros, endomingados, pasaban en coche, tocando la guitarra y cantando. Los chiquillos se reían de nosotros.

»¿Tendrá razón su padre al decir que las emociones más perjudiciales son las que más apetece? »Al despedirme por la noche me hizo prometer de nuevo que al otro día la complacería tocando el famoso vals de Weber. »Ha pasado bien la noche última, durmiendo con un sueño más tranquilo y reparador que el de costumbre.

Vivía en Loreto, una aldea, algo lejos de la ría por aquel lado, pero tocando con el mar por allá arriba, por el arenal. Vivía con una señora que se llamaba aya y doña Camila. No la quería. Aquella señora aya tenía criados y criadas y un señor que venía de noche y le daba besos a doña Camila, que le pegaba y decía: «Delante de ella no, que es muy maliciosa».

Repuesto de su herida el ciego moro, volvió a pedir, a instancias de su amiga, pues no estaban los tiempos para pasarse la vida al sol tocando la vihuela. Las necesidades aumentaban, imponíase la dura realidad, y era forzoso sacar las perras del fondo de la masa humana como de un mar rico en tesoros de todas clases.

Abocose a ella la comandanta, como un edecán de parada, para decirle que en la calle, frente al mismo portal, se había puesto un condenado pianito, tocando jotas, polkas, y la canción de la Lola; que esto era una irreverencia y no se podía consentir.

Aquello le parecía unas veces romántico hasta la ridiculez, otros ratos sentía ganas de llorar. Una mañana de la primavera de 1872 ocho o nueve meses antes de aquella cena en que los padres de Pepe hablaron de la próxima llegada de Tirso estaban en San Pascual, de Recoletos, tocando a misa de once.

Y, estando todos así suspensos, vieron entrar por el jardín adelante dos hombres vestidos de luto, tan luego y tendido que les arrastraba por el suelo; éstos venían tocando dos grandes tambores, asimismo cubiertos de negro. A su lado venía el pífaro, negro y pizmiento como los demás.

Y la capa observó el Conde; la olvida usted, y hará frío. No lo creo. En efecto rectificó la tía, tocando la mano de Judit, está abrasando. ¿Será que tienes fiebre? Convendría que no salieras. No, tía se apresuró a contestar la joven; nunca me he sentido mejor. El cupé aguardaba a la puerta; subieron a él y atravesaron los bulevares, juntos, en pleno día.

A las doce del dia empezaron á entrar algunos trozos de indios, tocando sus ruidosas cornetas, y armados de hondas y palos.