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La otra ventana, en distinta dirección, daba sobre un bonito jardinillo á la francesa. Un salto de seis metros y la perspectiva de enredarse en los sostenes de los rosales; tampoco por allí podía hacerse nada. El cuarto de tocador estaba cuatro escalones más bajo y ocupaba una torrecilla redonda en un ángulo del castillo. Recibía la luz por una estrecha ventana, pero tenía reja.

Enrique no entendió bien mi encargo decía el joven . Yo le pedía que me remitiese un aderezo de valor y lo que me manda es medio aderezo vulgarísimo hasta más no poder; tanto, que pienso devolvérselo mañana mismo sin mostrártelo siquiera. No te moleste más; es igual uno u otro. ¡Cómo ha de ser igual! ¿De cuándo acá, señorita, se ha vuelto usted tan indiferente en asuntos de tocador?

Llegaron a casa, y yo, porque no me conociesen, estaba echado en la cama con un tocador y con una vela en la mano y un Cristo en la otra y un compañero clérigo ayudándome a morir, y los demás rezando las letanías. Llegó el retor y la justicia, y viendo el espectáculo, se salieron, no persuadiéndose que allí pudiera haber habido lugar para cosa.

Le parecía contemplar una escena de sonambulismo, o quizás ser víctima de un fenómeno óptico, formado y como vaciado en su propia mente. «Puede ser se dijo que esto que veo sea un sueño mío y que la pobrecita esté tan tranquila en su cama, mientras yo la veo levantada y enredando en el tocador». Isidora, pues ella misma era y no una vana imagen, se miró largo rato en el espejo.

Esto se decía pronto, pero hacerlo ofrecía serias dificultades. ¿A dónde daba el balcón del tocador? Al parque. ¿Cómo se podía entrar en el parque? Por la puerta. ¿Pero quién tenía la llave de la puerta? Una, Frígilis; con esta no había que contar. ¿Y la otra? Don Víctor.

Miguel, que tenía ya más penetración de lo que se figuraban, comprendió que había estado su rostro sobre el tapete, y agradeció toda su vida a la blonda sevillana esta buena opinión. Otra vez su nueva mamá, cuya antipatía fue siempre en aumento, le castigó por haber roto con la pelota un juego de tocador que le habían regalado en su boda.

Una mesa de tocador, tres sillas de viejo nogal, pesadas y lustrosas, un cojincillo erizado de agujas y alfileres, banqueta y cama de caoba de muy voluminosa arquitectura, cubierta con manta palentina, completaban el ajuar.

En cierta solemne ocasión, un día de banquete, Clementina le escondió la dentadura, que tenía sobre el tocador para limpiarla. Cualquiera puede figurarse la desazón que esto produjo a la vieja miss.

Llamó, presentándose una doncella. A la señorita Beatriz, que venga. Aproximóse la baronesa a su tocador, humedeció su frente y mejillas, por la emoción enrojecidas, y volvió a sentarse, con una falsa sonrisa en los labios, cuando Beatriz entró. Señora...

Jamás Viena corriendo hacia el Práter, Berlín hacia el Linden, París hacia el Bosque, habían presentado espectáculo tan original y pintoresco como el que ofrecía a la puesta del sol aquella inmensa avalancha de trenes lujosísimos, la mayor parte descubiertos, atestados de mujeres de todos tipos, de todas edades, con trajes de colores vivos, mantillas blancas o negras, peinetas de teja y flores en la cabeza, en el pecho, en las manos, en los asientos y portezuelas de los coches, en las frontaleras de los caballos y en las libreas de los cocheros, confundiéndose, sin atropellarse, en aquella baraúnda ordenadísima, carruajes, caballos, jinetes, arneses, prendidos, libreas, cocheros con la fusta enarbolada, lacayos con los brazos cruzados, retintines de bocados y crujidos de látigos, efluvios de primavera y perfumes de tocador, olor a búcaro de la tierra recién regada, y fragancia de lilas, azucenas y violetas; envuelto todo como en una gasa en un polvillo fino y brillante, iluminado todo con golpes de luz bellísimos por los reflejos del sol poniente, que penetraba por entre las copas de los árboles, haciendo brotar resplandores de incendio en la plata de los arneses, los botones de las libreas y el herraje de los coches.