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En la cueva de Caracas solían estar a todas horas, de tertulia, un borracho, que se llamaba Joshepe Tiñacu, y un tipo mediotonto, de blusa azul y de gorro rojo, que vigilaba las lanchas, apodado Shacu. Zelayeta y yo intimamos con aquellos y otros avinados personajes, al ir a ver cuándo concluía Caracas nuestro barco.

Ya, ni Caracas hará sus barcos, ni Yurrumendi hablará de los piratas, ni Joshepe Tiñacu irá haciendo eses por las calles. Todos han desaparecido. No he debido salir de aquí, o no he debido volver aquí. Extraña existencia la mía y la de los hombres andariegos. En una época, todos son acontecimientos; en otra, todos son comentarios a los hechos pasados.

Cuando estaba borracho hacía tales dibujos por las calles, que, como decía Yurrumendi, sólo por verle marchar trompicando, se le podía convidar a vino. Al llegar Joshepe Tiñacu a casa, se paraba, y, con voz suave e insinuante, solía decir a su mujer: Anthoni, saca el disco. La mujer se asomaba a la ventana con una luz, y el borracho, entonces, entraba en su casa.

Joshepe Tiñacu era de esos marineros holgazanes y borrachos que se pasan la vida en el puerto con las manos en los bolsillos. Muy de tarde en tarde se embarcaba y volvía pronto a Lúzaro. Continuamente andaba de taberna en taberna y de sidrería en sidrería.