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Los robustos brazos tiraban con fuerza de la cuerda, manteniéndolo junto a la orilla. Arriba en el puente, entre los grupos corría la noticia de la expedición, pero agrandada y desfigurada por los curiosos. Se trataba de salvar a una pobre familia refugiada en la techumbre de su casa, mísera gente que iba a perecer de un momento a otro.

Su cerebro sólo vivía el momento presente. Volvió los ojos con insistencia á la bandera blanca y roja que ondeaba sobre el edificio. «Es una traición pensó , una deslealtad.» A lo lejos, del otro lado del Marne, tiraban igualmente los cañones franceses.

Era capaz de permanecer horas enteras en el mar, pero desnudo, á la vista de la costa, con la seguridad de volver á tierra firme cuando lo desease... Pero ahora tenía que sostenerse vestido; los zapatos tiraban de él cada vez con más fuerza, como si fuesen de hierro... ¡y agua por todos lados! ¡ni un buque en el horizonte que pudiese venir á socorrerle!... El telegrafista de á bordo, sorprendido por la rapidez de la catástrofe, no había podido lanzar la señal de auxilio.

Al entrar las señoras tiraban cada una de su cordoncito para marcar la asistencia de este modo, y las amigas se encargaban algunas veces de hacerlo por las ausentes, engañando á las monjas, que, terminada la reunión, examinaban la lista con una curiosidad meticulosa.

Unas veces, al partir la expedición de un gran puerto, se consignaban las condiciones de la empresa en solemnes capitulaciones notariales; otras, los héroes que no sabían firmar hacían decir una misa, y en el momento de la consagración tiraban de sus espadas, y con la otra mano sobre la hostia, juraban mantenerse fieles a sus pactos y compromisos.

Los alguaciles quisieron en vano separarle; cuanto más tiraban de él, con más rabioso esfuerzo asía de los cuernos y del cuello del animal, que a su vez se arremolinaba y sacudía la cabeza para zafarse de unos y otros. Algunos de los que presenciaban la escena reían; otros la contemplaban con lástima. Al fin consiguieron arrancarle la presa.

Y al conocer la existencia de cañones que tiraban a más de cien kilómetros, quedó desconcertado. «¡Qué tiempos! ¡qué guerra estaCuando le consultaban las señoras en el Casino ó en el Hotel de París, mostraba un optimismo inquebrantable ante las malas noticias. Eso no es nada: va á venir la reacción. Los nuestros se retiran para tomar mejor la ofensiva.

Y la caza fue larga; los negros les tiraban lanzas y azagayas y flechas: los europeos escondidos en los yerbales, les disparaban de cerca los fusiles: las hembras huían, despedazando los cañaverales como si fueran yerbas de hilo: los elefantes huían de espaldas, defendiéndose con los colmillos cuando les venía encima un cazador.

Los apuestos caballeros, vestidos de brillantes sedas, salían al coso, jinetes en sus corceles, para alancear la bestia o rejonearla ante los ojos de las damas. Si el toro llegaba a desmontarlos, tiraban de la espada, y con ayuda de los lacayos daban muerte a la bestia, hiriéndola donde podían, sin ajustarse a regla alguna.

Murieron muchos, capitán; casi la mitad... pero los alemanes no pudieron seguir adelante... Luego, al enterarse de que los marinos no habían sido mas que seis mil, los generales boches se tiraban de los pelos: ¡tanta era su rabia! Creían haber tenido enfrente docenas de miles... Da gusto oír contar eso á los chicos que estuvieron allá.