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Llevarás una visita mía. ¡El viejo te recibirá mejor que al rey! Y diciendo y haciendo, sentose el prohombre a la mesa atestada de periódicos, cartas y libros, y tomando un pliego de timbrado papel, dejó correr la mano garrapateando el blanco folio con su letra precipitada, ininteligible casi, de hombre abrumado de asuntos.

Sus mejillas se sonroseaban, aunque le velaba frente y sienes esa ligera nube oscura conocida por paño. Su pelo negro parecía más brillante y copioso; sus ojos, menos vagos y más húmedos; su boca, más fresca y roja. Su voz se había timbrado con notas graves.

Los «Tenorios» se llaman como sus amos; se dan su nombre y apellido; usan su papel timbrado, se ponen sus fracs, sus guantes, sus corbatas y sus camisas; la única nota discordante es el pie, el pie de un Tenorio es algo de melancólico: un pedícuro con cierto talento dramático podría escribir una tragedia más terrible que Fedra, con sólo estudiar el pasaje de su instrumento a través del pie de un joven high-life de color.

El acta fue redactada por su oficial mayor, revisada por los encargados de los negocios de ambas familias, y transcrita, por último, en un elegante cuaderno de papel timbrado, en el que no faltaban más que las firmas. Llegado el día, M. L'Ambert, esclavo de sus deberes, trasladose en persona al hotel de Villemaurin, a pesar de una persistente coriza que amenazaba saltarle los ojos de sus órbitas.

Púsolas en un vaso con agua fresca, almorzó, y escribió dos cartas, gastando en ellas, por su torpeza en la caligrafía, ocho plieguecillos del timbrado papel, y habría gastado más si no le dieran a la sazón la noticia del crimen de su hermano. Dejolo todo y salió agitada, para enterarse en el Juzgado, visitar a Mariano en la cárcel y ver el partido que debía tomar.

Sin perder un punto de la suya, escribió Currita en un plieguecillo de papel timbrado las señas que venían en la carta; volvió a leerla por cuarta vez y la metió de nuevo en el sobre, tornando a pegar este con una poca de goma. Mantúvola un momento al calor de la chimenea, para dar tiempo a que se secase por completo, y arrejóla luego sobre su lindo escritorio. Entonces llamó a Kate.

Si esta no podía disfrutar de una hermosa pila de mármol, en cambio se había provisto de tarjetas, de papel timbrado, de una canastilla de paja finísima, de una plegadera de marfil para abrir las hojas de las novelas, de un antucás, de pendientes de tornillo con brillantes falsos, de un juego de la cuestión romana y de algo más, tan lindo como caprichoso.

Diciendo esto, cogía de la papelera un pliego timbrado y se lo ponía delante, apartando con su propia mano la carta que estaba a medio escribir. ¡Dios tenga compasión de ! Y el diablo cargue con estas santas cursis, con estas fundadoras de establecimientos que no sirven para nada. Escribe, tontito. Si todo eso que hablas es bulla. ¡Si eres lo más bueno... y lo más cristiano...!

Todo lo revisaba, lo examinaba por dentro y por fuera; hojeó las novelas, levantó de las botellas las cebollas de jacintos para ver las raíces, abrió el estuche de los tornillos de diamantes americanos, revolvió la caja y los sobres de papel timbrado; y como en el momento de estar sobando el papel echase de ver el tintero y la pluma, tomó esta y trazó sobre un plieguecillo, con no pocos esfuerzos, alargando el hocico y haciendo violentas contorsiones con el codo y la muñeca, estas palabras: Mariano Rufete, alias Pecado.

Ella misma le escribió así, de su puño y letra, y en papel timbrado con su escudo: «La Condesa de Astorgüela la Real saluda respetuosamente al capellán don Tirso Resmilla, rogándole se sirva visitarla para encomendarle una buena obraSorprendido Tirso agradablemente, consultó con el cura que le cedió el sermón si debía asistir al llamamiento, y la respuesta avivó su impaciencia.