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Cuando Kotelnikov besó por primera vez la mano a miss Korrayt, la emocionante escena tuvo por testigos a todos los artistas y a no pocos espectadores. Un viejo comerciante, incluso lloró de entusiasmo en un acceso de sentimientos patrióticos. Después se bebió champaña.

JARIFA. ¿Ha de hablar la mano? ABIND. . Bien podéis, mano querida. Pero mi pregunta es vana Y ella calla en el tormento. A lo menos, en el tiento No sabe a mano de hermana. ¿Que al fin lengua te faltó? Dime, blanca, hermosa mano: ¿Soy su hermano? Digo hermano, Y responde el eco, no. Testigos quiero tomar. JARIFA. ¿Qué testigos?

Karaulova, a su vez, le sonrió, y luego volvió a ponerse seria. El tribunal deliberó en voz baja, después de lo cual el presidente, con una expresión amable y al mismo tiempo respetuosa, punto menos que religiosa, se dirigió al sacerdote, que, en espera de que los testigos prestasen juramento, se mantenía un poco a distancia.

Fueron, pues, testigos de vista de todo lo sucedido, cuatro cristianos, compañeros del P. Arce, cuyos nombres eran: Joseph Mazzabis, Jacinto Poquibiqui, Pablo Tubarí y Pedro Melchor Guarayo, que habiendo estado esclavos de los Payaguás, fueron rescatados por los Padres en el primer viaje, y en este los había llevado consigo el Padre para intérpretes de aquella lengua.

Mas ši no te oyere, toma aun contigo uno o dos: paraque en boca de dos o de tres teštigos conšišta toda la coša. Y šino oyere a ellos, di [lo] á la Congregacion: Y ši no oyere

. Regla octava: Los hechos sensibles afirmados unanimemente por testigos de distintas naciones, de diversos institutos, de opuestos intereses, y de distintos tiempos, han de tenerse por verdaderos.

Y no hallavan: aunque muchos teštigos falšos še llegavan, no hallaron. mas

El dolor y la desesperacion, la enfermedad y el terror envuelven a toda una nacion. iDichosos los muertos de no ser testigos del espantoso espectaculo de tantos males! La ruina de todo un pueblo es para mi la obra de una noche; la he verificado en todos los siglos, y no sera todavia la ultima vez. Nuestras manos encierran los corazones de los hombres, sus sepulcros nos sirven de tarima.

¿Pues qué he de hacer, mamá, para castigar bien a doña Inés sin que te mueras de pena? Lo que debes hacer, ya que tienes con ella tanta satisfacción y trato íntimo, es cogerla sin testigos y entre cuatro paredes, darle allí tus quejas, leerle la sentencia y ejecutarla en seguida. ¿Y qué quieres que ejecute?

Los testigos convinieron un duelo a sable que debía realizarse al día siguiente, en una posesión de las cercanías de Lancia. Nuestro héroe, al saberlo, sintió que las piernas le flaqueaban, no de temor, que esto ninguno osará siquiera imaginarlo, sino por la emoción de verse tan próximo a ser objeto de la curiosidad y expectación públicas, no sólo en la provincia, sino en España entera.