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E irguiéndome cuanto pude, le respondí con mi sonrisa más fría: Se equivoca usted, querida tía; se le ha prohibido a mi hermana de la manera más formal que la visiten personas extrañas. Le ruego, pues, que se retire a la habitación contigua. Su cara se puso terrosa, sus dedos se crisparon, creo que habría sido capaz de estrangularme allí mismo.

Ya se explicaba perfectamente las melancolías, los suspiros ahogados de Nucha. Y mirándole a la cara y viéndola tan consumida, con la piel terrosa, los ojos mayores y más vagos, la hermosa boca contraída siempre, menos cuando sonreía a su hija, calculaba que la señorita, por fuerza, debía saberlo todo, y una lástima profunda le inundaba el alma.

A la faz terrosa del Duque había acudido un poco de color. Por la cabeza debieron pasarle ideas graves y tristes; pero en realidad no le pasó más que la siguiente: «Esta mujer me está dando una lección».

Las sales de amoníaco son muy eficaces en corizas con ozena, en ciertas irritaciones de estómago con astenia, en algunas cefalalgias crónicas unidas á corizas, en varios casos de hidrotorax y de pleuresía crónicos, en diversas bronquitis antiguas con flegmorragias complicadas con padecimientos asmáticos; en vaginitis rebeldes, leucorreas irritativas y otras afecciones de este género, cuando los síntomas generales y aun los locales armonizan con los del medicamento, principalmente si la piel está pálida, terrosa, fácil á escoriarse, hinchada y aun edematosa; cuando las orinas son abundantes, las secreciones mucosas exageradas, que hay epistaxis, hemoptísis, flujos hemorroidales poco abundantes, con atonía de las mucosas que están infartadas y aun momentáneamente irritadas.

Continuó la embestida y, ya estaban los más delanteros a corta distancia del reducto, cuando la línea terrosa que señalaba las trincheras altas desapareció de pronto tras una nube estrecha y larga, sonando el estruendoso fragor de una descarga formidable. Más de veinte hombres quedaron tendidos en las breñas: los demás, volviendo las espaldas, corrieron precipitadamente a la hondonada.

Los árboles de la orilla no se suceden con tanta frecuencia y son menos altos; un poco más abajo ya no hay más que maleza, y luego, hasta las plantas desaparecen: no queda otra vegetación que la de las cañas sobre el suelo aún fangoso, saliendo apenas por encima del agua terrosa.

Todos ellos tenían la tez pálida, terrosa, los ojos mortecinos: en sus movimientos podía observarse, aun sin aproximarse mucho, cierta indecisión que de cerca se convertía en temblor. Los ojos de las hermosas y de los elegantes se encontraron con los de los mineros, y si hemos de ser verídicos, diremos que de aquel choque no brotó una chispa de simpatía.

A aquella hora la iglesia estaba casi siempre como hechizada de quietud y de silencio. El solo rumor de un escaño que removía el sacristán, provocaba un eco prolongado y enorme. Una sombra terrosa y centenaria dormía al pie de los altares, entre las columnas, sobre las lápidas.

Hallábase situado el tal convento entre los cementerios viejos y el depósito de aguas del Lozoya, destacando su oscura mole de ladrillo rojizo sobre la terrosa campiña a que ponían término las cumbres del Guadarrama.

El judío, un anciano de barba terrosa, túnica de color castaño y gorro de terciopelo, levanta al cielo el rostro, pone ojos suplicantes, besa las babuchas de Sid'Omar, inclina la cabeza, se arrodilla, junta las manos... No entiendo el árabe; pero por la pantomima del judío, por sus palabras juez de paz, juez de paz, que repite frecuentemente, adivino este discurso: Confiamos en la rectitud de Sid'Omar, Sid'Omar es prudente, Sid'Omar es justo... Sin embargo, el juez de paz resolverá mucho mejor esta cuestión.