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El Magistral la había querido engañar, la había hecho suya; ella se había entregado creyendo pasar en seguida a la plaza que más envidiaba en Vetusta, la de Teresina. Petra sabía lo bien que colocaba doña Paula a todas las que eran por algún tiempo doncellas en su casa.

Apoyando una mano en el dintel de la puerta de la alcoba, dijo el amo sonriente como la criada: La verdad, Teresina... el trabajo de hoy es muy importante. Si te es igual, vuelve luego, y acabarás de arreglar esto cuando yo no esté. Bien está, señorito, bien está respondió la criada, muy seria, con voz gangosa y tono de canto llano.

La madre del Provisor conocía la estrecha simpatía que existía entre Teresina y la doncella de la Regenta; y por la actual criada del señorito, de su hijo, sabía que en el ánimo de Fermín, Petra era la persona destinada a sustituir a Teresa el día, próximo ya, en que esta alcanzara el premio consabido de salir de allí casada para administrar ciertos bienes de los Provisores.

Entonces... La señora me ha dicho que entregara a Usía mismo esta carta, que era urgente y los criados podrían perderla... o tardar en entregarla a Usía. Teresina se movió en el pasillo. La oyó el Magistral y dijo: En mi casa no se extravían las cartas. Si otra vez viene usted con un recado por escrito, puede usted entregarlo ahí fuera... con toda confianza.

¿Qué tienes, hombre? ¿qué haces aquí? te estoy llenando de polvo la ropa nueva.... Don Fermín salió del comedor. Entró en el despacho. Teresina hacía la cama del señorito. No le oyó entrar porque cantaba y la hoja del jergón sacudida le llenaba de estrépito los oídos. El señorito como huyendo, salió del despacho también. Salió de casa.

Si don Álvaro no se portaba bien, podía ocurrir el caso, llegar la oportunidad; si ella se cansaba, o si Teresina dejaba la plaza y por miedo de que otra la ocupase le convenía correr a ella, también podía convenir echarlo a rodar todo.

Al decir esto los ojos de Teresina se fijaron sin miedo en los de su amo. ¿No dice a qué viene? No ha dicho nada más. Pues que pase. Petra se presentó sola en el despacho, vestida de negro, con el pelo de azafrán sobre la frente, sin rizos ni ondas, con los ojos humillados, y con sonrisa dulce y candorosa en los labios. El Magistral la reconoció.

Teresina iba a salir de casa de un día a otro. Petra aceptó sin titubear, temblando de alegría. Hasta que estuvo en el caserón de vuelta, no se le ocurrió pensar que aquella felicidad suya acarreaba la desgracia de muchos, y hasta cierto punto su propio daño.

Las facciones de aquel rostro se acercaban al canon griego y casaba muy bien con ellas la dulce seriedad de la fisonomía. En esta figura larga, pero no sin gracia, espiritual, no flaca, solemne, hierática, todo estaba mudo menos los ojos y la dulzura que era como un perfume elocuente de todo el cuerpo. Era la doncella de doña Paula, Teresina. Dormía cerca del despacho y de la alcoba del señorito.

Conviene tenerla propicia como a la otra». La otra era Teresina, su criada. Petra subió y se presentó en el tocador de doña Ana sin ser llamada. ¿Qué quieres? preguntó el ama, que se estaba embozando en su chal porque sentía mucho frío. El señor no me ha preguntado por la señora. Yo no le he dicho... que estaba aquí D. Fermín. ¿Quién? Don Fermín. ¡Ah! Bien, bien... ¿para qué? ¿qué importa?