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Disponíame yo para ir a pasar a su lado el corto tiempo que creía permanecer en Francia, y me hallaba en París con el objeto de ir preparando los regalos que tenía por costumbre llevar a mi madre y a mis hermanas siempre que las visitaba, después de un largo tiempo de ausencia.

Usaba un sombrero chato, de copa muy baja y con las alas planas, el cual pertenecía a una época que se había borrado ya de la memoria de los sombreros, y una capa de paño verde, que no se le caía de los hombros sino en lo que va de Julio a Septiembre. Tenía muy poco pelo, casi se puede decir ninguno; pero no usaba peluca.

El marsellés tenía esa amargura y esa personalidad de los mediterráneos excesiva, aparatosa, unida al patriotismo petulante y exaltado de los franceses. Tiboulen no era un hombre violento y malo como Ugarte; estando solo era razonable, pero cuando tenía público se volvía loco.

Era el novio un buen muchacho, dependiente en la camisería de la viuda de Aparisi. Llamábase Pepe Samaniego y no tenía más fortuna que sus deseos de trabajar y su honradez probada. Su apellido se veía mucho en los rótulos del comercio menudo. Un tío suyo era boticario en la calle del Ave María.

Este parecía, en efecto, abrigar intenciones perversas, porque el tío Frasquito percibía claramente del otro lado del tabique ruidos extraños que le desasosegaban, poniéndole nervioso; la puertecilla, sin embargo, no tenía rendija alguna traidora que diera paso a una mirada, y esto lo tranquilizó algún tanto.

Planteó la cuestión, discutieron, y venció... a medias, que es como siempre vence el hombre a la mujer. Manuel tenía necesidad ineludible de ir a Nueva York y permanecer allí dos o tres meses para arreglar asuntos que, al morir, dejó pendientes su padre, y que importaban muchos miles de duros; deseando además estudiar los últimos adelantos realizados por ciertos ingenieros yankees.

Arraitz se jugaba las pestañas, y cuando no podía jugar, apostaba. Tenía muy mala suerte y era muy supersticioso. Llevaba una porción de escapularios y de medallitas, y era bastante inocente para creer que estos pedacitos de tela y de latón le iban a preservar de la desgracia.

El señorito lo tenía todo a su tiempo y en su sitio como siempre. Ya podía vivir sin la señora. El Magistral salía y entraba sin temor de interrogatorios insidiosos; si volvía tarde, no importaba. Todo, todo le sonreía. ¡Ojalá fuera eterno el verano!

Cosas muy lindas debía ver, conforme se iba muriendo, sin saber que las veía, porque se le reflejaban en el rostro. La frente la tenía como de cera, alta y bruñida, y hundidas las paredes de las sienes. Aquellos ojos eran una plegaria. Tenía fina la nariz, como una línea. Los labios violados y secos, eran como una fuente de perdón. No decía sino caridades. Sola, , no quería estar ella.

El mostrador era ancho, estaba colocado sobre un escalón, y en su fachada tenía un medallón donde las iniciales del amo se entrelazaban en confuso jeroglífico. Detrás de este catafalco asomaba la imperturbable imagen del cafetero, y á un lado y otro de éste, dos estantes donde se encerraban hasta cuatro docenas de botellas.