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Apenas salía de casa; un rato al casino por las tardes, y el resto del día en el comedor con ella y los amigos, o encerrado en su cuarto, a vueltas sin duda con sus libros, que la austera señora miraba con el respeto supersticioso de su ignorancia.

Los señores canónigos cantan todos los días al otro lado de esa pared, sin sospechar que sobre sus cabezas hay tales alegrías. ¿Y las vidrieras, tío? Fíjese usted bien. Al principio ciegan tantos colores, se confunden las figuras, el plomo corta los monigotes y no se adivina nada. Pero yo he pasado tardes enteras estudiándolas, y me las al dedillo.

En su vida había visto Miguel, ni pensaba ver, hombre más silencioso: estuvo una porción de días sin oírle el metal de la voz: cuando le tropezaba en la calle o en casa, el marino se llevaba la mano al sombrero y gruñía algo que debía ser «buenos días» o «buenas tardes» juzgando por hipótesis.

Los aliados habían detenido el avance del enemigo, inmovilizándolo sobre el terreno que acababa de conquistar. Seguía el bombardeo de París por los cañones de gran alcance... Y nada más. Un hombre hacía comentarios en alta voz. Era Toledo, que, como todas las tardes, daba su conferencia de estratega ante un semicírculo de admiradores.

Miss Gordon le escuchaba embelesada. Jaime parecía engrandecerse ante sus ojos al ser hijo de aquella isla de ensueño, donde es siempre azul el mar, luce el sol en todo tiempo y florece el naranjo. Poco a poco Febrer fue pasando las tardes en la habitación de la inglesa. Habían terminado las representaciones del festival de Mozart.

Cuando las dos amigas iban á la huerta, la maldita casualidad hacía que Lázaro pasara por la entrada precisamente en el mismo momento en que ellas llegaban. La conversación empezaba todas las tardes á las cuatro, y duraba basta el anochecer.

Oyeron el concierto que en las tardes dominicales de primavera allí se celebraba y ya de noche se restituyeron a su casa, no sin haber dado antes una vuelta por la confitería para comprar los postres de la comida.

Al ver entrar a los dos hombres, el alumno bajó sus brazos armados de banderillas y la señora se arregló la falda y el florido sombrero. ¡Oh, cher maître!... Buenas tardes, mosiú; felices, madame dijo el maestro llevándose la mano al sombrero . A ve, mosiú, cómo va esa lición. Ya sabe lo que le he dicho.

Y otra que le conocia mas: Buenas tardes, señor Memnon; de veras, señor Memnon que me alegro mucho de veros: ¿cómo es que estais tuerto, señor Memnon? y dicho esto, se fué sin aguardar respuesta. Agazapóse Memnon en un rincon, esperando á poderse echar á los pies del monarca.

Casi todas las tardes se arma allí tertulia y grata conversación, siendo los más constantes el escribano, el boticario, nuestro don Paco y el señor cura, quien al toque de oraciones recita el Angelus Domini, al que responden todos quitándose el sombrero y santiguándose y persignándose.