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Los que tenían de él agravios, le murmuraban y evitaban su encuentro llamándole «envidioso» y «mala lengua». Los que no, se reían de sus exageraciones y le abocaban con gusto, sin profesarle gran afecto tampoco. Otro de los personajes allí congregados era don Feliciano Gómez.

No sabía con certeza lo que era, pero le impresionaba el gesto del coronel al pronunciar la terrible palabra. Ya no pensó con tanta vehemencia en matar á su adversario; este deseo pasó á segundo término. Tampoco pensó en que podía morir.

Presumo, pues, o que no entiendes o que entiendes lo contrario de lo que dices para mi consuelo, y para atenuar la crueldad de la burla que me hiciste. Es falsedad, es sofisma lo que sostienes. Si no debo condenarme porque mis crímenes han sido soñados, tampoco debo glorificarme si también han sido soñadas mis proezas.

En cuanto tomaron el café, Emma, que estaba de muy buen humor, se levantó y dijo con solemnidad cómica: Ahora esperen ustedes aquí sentados; les preparo una gran sorpresa. ¿Qué hora es? Las ocho dijo el tío, que, a pesar de sus bromitas, que horrorizaban a Bonifacio, tampoco las tenía todas consigo. ¿Las ocho? Magnífico. Esperen ustedes un cuarto de hora.

El de engreido, me buscó: yo ninguna culpa tengo; el mismo vino a peliarme, y tal vez me hubiera muerto si le tengo más confianza o soy un poco más lerdo. Fue suya toda la culpa porque ocasionó el suceso. Que ya no hablaban tampoco, me lo dijo muy de cierto, de cuando con la partida llegué a tener el encuentro.

La misma divisibilidad infinita no los salva tampoco de la simplicidad; la division separa las partes pero las supone distintas; luego la division infinita debe suponer una muchedumbre infinita de seres simples que hagan posible la division.

Tampoco a Obdulia el agua la encerraba en casa, ni la entumecía: también alegre y bulliciosa corría de portal en portal, desafiando los más recios chaparrones, riendo a carcajadas si una gota indiscreta mojaba la garganta que palpitaba tibia; era de ver el arte con que sus bajos, con instintos de armiño, cruzaban todo aquel peligro del cieno, inmaculados, copos de nieve calada, dibujos y hojarasca sonante de espuma de Holanda; tentación de Bermúdez el arqueólogo espiritualista.

¡No, no, señora!... Las Madres no me han dicho nada. Pues entonces habrá sido el confesor, el padre Cifuentes. Tampoco... ¿Pues quién te lo ha dicho?... Paquito. ¿Paquito?... ¡Vaya un apóstol!... ¿Y por qué no se mete él fraile?...

Portero no había; verdad es que tampoco había puertas, por ser la casa de estas malas de lugar que, o no las tienen, o las tienen que no cierran. Una mala mesa en medio, y un mal secretario, eran los muebles que componían todo el ajuar.

No olvidará tampoco la salida de la casa solariega, la ascensión por el camino que el día de su llegada le pareció tan triste y lúgubre.... El cielo está nublado; ciernen la claridad del sol pardos crespones cada vez más densos; los pinos, juntando sus copas, susurran de un modo penetrante, prolongado y cariñoso; las ráfagas del aire traen el olor sano de la resina y el aroma de miel de los retamares.