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Tal dominio llegó a ejercer sobre Doña Francisca, que la pobre viuda no se atrevía ni a rezar un Padrenuestro sin pedir su venia a la dictadora, y hasta se advertía que antes de suspirar, como tan a menudo lo hacía, la miraba como para decirle: «No llevarás a mal que yo suspire un poquito». En todo era obedecida ciegamente Juliana por su mamá política, menos en una cosa.

Yo le miraba y me decía: «bien merecido te está... Aguántate, cachete... Todos somos iguales». ¿Quiere usted que le un consejo? Pues trátele a la baqueta. Que suspire, que pasee, que le tome la medida a la calle. Toda la hiel no ha de ser para ... ¿Quiere que le otro consejo? Pues a usted le conviene un corazón como este que yo tengo aquí guardadito, virgen, créalo usted, virgen.

Todo esto, a veces, me parecía un programa indefinido, nebuloso, pueril e idealista. Mas el deseo de esta aventura original y épica, acababa por convencerme, arrastrándome como a las hojas secas los remolinos del viento. Suspiré anhelante por pisar la tierra de China. Después de largos preparativos aligerados a peso de oro, una noche, por fin, partí para Marsella.

Insufla en los pulmones vida nueva, acelera la sangre y comunica a las almas dulcísima alegría. ¡Cómo suspiré, durante diez años, en las soledades del Colegio, por aquellos sitios y por aquel espectáculo! ¡Cómo, mil y mil veces, a la hora de la siesta, desde el balconcillo del dormitorio, ante la colina poblada de cactos, cansada de las arideces del Valle de México, soñé despierto con la húmeda belleza de la tierra natal!

Pero habló de modo de tranquilizarme y besó mi frente pálida. Entonces un delirio vino y me transportó en espíritu al cementerio. Y pensando que mi Señor era el difunto Elormie, suspiré por él que estaba delante de mi: ¡oh yo soy dichosa ahora! Así fueron pronunciadas las palabras, y así fué empeñado el juramento.

Yo creía, esperaba morir, porque no pensaba que el débil corazón de una mujer pudiese contener tantos dolores... Diga usted, ¿me vio usted pronta a expirar de desesperación a la noticia de su muerte?» A esta palabra, que me hería por primera vez, suspiré; sólo el pensamiento de que hubiese podido morir llevándome su amor y llorado por ella, me ofrecía encantos sin cuento y me inspiraba deseos.

La casa estaba vacía. Los sirvientes iban y venían, como asombrados, también ellos, de no tener ya que reportarse. Habían abierto todas las ventanas y el sol de mayo jugueteaba libremente en las habitaciones, en las cuales cada cosa estaba en su sitio. No era el abandono, era la ausencia. Suspiré. Calculé lo que aquella ausencia debía durar. Dos meses.

No te burles, Francisca... Piensa que te puede suceder lo mismo... ¿A ? exclamó indignada; jamás... ¿Yo enamorada?... El amor, amiga mía, no es de mi cuerda. ¿Y lo es de la mía?... Completamente... eres cariñosa, Magdalena, y yo no... Por otra parte añadió, prefiero mi carácter al tuyo... Cada cual es como Dios le ha hecho suspiré, envidiándole su filosofía y su buen humor.

Silencio dijo la abuela; esperemos a estar en casa para hablar libremente... Al llegar, me eché en los brazos de la abuela, y sólo mis lágrimas le dijeron elocuentemente mi agradecimiento. ¡Querida abuela! suspiré, cubriéndola de besos. ¿Estás contenta, hija mía? me preguntó con voz conmovida, devolviéndome con usura mis caricias. Abuela, abuela... ¿Habías adivinado?... Qué ángel guardián...

Es curioso notar que mis paisanos, los budistas villaverdinos, nunca se alegran y regocijan como en día tan lúgubre y de tan penosas memorias. No podía suceder de otra manera en la ciudad de las «almas tristes». ¡Cómo suspiré en el Colegio por aquella fiesta y aquel paseo! Así es que al ver que tía Carmen seguía bien me encaminé hacia Barrio Viejo.