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Sólo ella estaba allí como en un destierro. «Pero ¡ay! era una desterrada que no tenía patria a donde volver, ni por la cual suspirar. Había vivido en Granada, en Zaragoza, en Granada otra vez, y en Valladolid; don Víctor siempre con ella; ¿qué había dejado ni a orillas del Ebro, el río del Trovador, ni a orillas del Genil y el Darro? Nada; a lo más, algún conato de aventura ridícula.

Llorar triste y suspirar sólo puedo; ay, Señor, no... tuya no debo ser yo, recházame de tu altar. Los votos que allí te hiciera fueron votos de dolor, arrancados al temor de un alma tierna y sincera. Cuando en el ara fatal eterna fe te juraba mi mente ¡ay Dios! se extasiaba en la imagen de un mortal.

Reinaba en el mostrador de un despacho de tabacos y, desde el prefecto marítimo hasta los alumnos de segundo año, toda la aristocracia náutica de Tolón iba a fumar y a suspirar a su alrededor. Pero nada podía trastornar aquella firme cabeza, ni los vapores del incienso ni el humo de los cigarros.

Añádase a esto que el ingeniero jugaba a los bolos con singular destreza y con una fuerza de muchos caballos, o por lo menos, de dos o tres aldeanos de aquellos. Con esta y otras análogas cualidades, consiguió ganar las simpatías y hasta la admiración por que había llegado a suspirar de veras.

Comenzó a decir de qué manera se podía conquistar la Tierra Santa y cómo se ganaría Argel, en los cuales discursos eché de ver que era loco repúblico y de gobierno. Aquí fue ello, que empezó a suspirar y a decir: -Más me cuestan a esos estados que al Rey, porque ha catorce años que ando con un arbitrio que, si como es imposible no lo fuera, ya estuviera todo sosegado.

Más, mi bien, merecéis vos. ¿No es esto verdad? ABIND. ¡Ay, triste! JARIFA. Canta, amiga. ZARO. ¿Qué diré? JARIFA. ¿Qué extremo es ése? ¿Qué fué? CELIND. Di aquella que ayer dijiste. JARIFA. Cualquiera podréis decir. Mandadlos, señor, sentar. ABIND. Sentaos. JARIFA. ¡Tanto suspirar! ABIND. ¡Ay que estoy para morir! Canten.

Y al suspirar de nuevo, pensando en la muerta, le respondió el coro de lamentos que escoltaba el carro. ¡Aaay! ¡Que se ha muerto mi niña! ¡Mi sol relusiente! ¡Mi cachito durse!...

Es cierto que no faltaban mozalbetes en el lugar, empezando por el barberillo, que persistía en suspirar por María; pero todos estaban lejos de poder competir con Stein. Por este tranquilo estado de cosas habían pasado tres veranos y tres inviernos, como tres noches y tres días, cuando acaeció lo que vamos a referir.

Estaba triste, después de los primeros asombros del viaje, y, al oírla suspirar debajo de su gran velo echado y murmurar palabras ahogadas que parecían quejas o plegarias, la compadecía con todo mi corazón. Hubiera querido mecerla en mis rodillas y consolarla con palabras acariciadoras como a un niño a quien se duerme para que no sufra.

Un poco de magnificencia, un fausto con cierta sencillez y elegancia, gusta; pero inmediatamente que se prodiga; inmediatamente que la cosa es más magnífica, más opulenta, más fastuosa de lo oportuno, parece que se agobia la fantasía; parece que sentimos un peso sobre la cabeza; cierto peso que nos oprime y que nos obliga á suspirar.