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Aquí, cuando apenas estaba concluida la Plaza, tuvieron lugar las fiestas públicas por el casamiento de María Antonieta con el Delfín, y la multitud aplastó en un dia á ciento treinta y dos personas. Aquí, sobre este suelo que pisamos, rodaron en el trascurso de tres años no cumplidos, mil quinientas cabezas de personajes célebres.

Para pintar el comandante de campaña que se apodera de la ciudad y la aniquila al fin, he necesitado describir el suelo argentino, los hábitos que engendra, los caracteres que desenvuelve.

No mires de tu Tarpeya este incendio que me abrasa, Nerón manchego del mundo, ni le avives con tu saña. Niña soy, pulcela tierna, mi edad de quince no pasa: catorce tengo y tres meses, te juro en Dios y en mi ánima. No soy renca, ni soy coja, ni tengo nada de manca; los cabellos, como lirios, que, en pie, por el suelo arrastran.

Aumentaba mi júbilo el placer de estrenar un vestido como jamás había usado, y así que estuve ataviada, me contemplé largo rato en silenciosa admiración. Y en seguida me eché a brincar y saltar en un acceso de exuberante felicidad, y en un corredor, casi, casi, doy a mi tío contra el suelo. ¿A donde vas así, sobrina?

Con gradas, azadones y arados revolvíase aquel suelo movedizo, y cuantos más insectos se mataba más había. Rebullíanse por capas, con sus altas patas enredadas unas en otras; los de encima saltaban ágilmente para salvarse, agarrándose a los belfos de los caballos enganchados para esa extraña labor.

Estaba en el suelo, agitada por una crisis nerviosa, y se revolcaba pataleando, mostrando sus flacas y tostadas desnudeces de animal de trabajo, mientras se tiraba de las greñas, arañándose el rostro. ¡Mi hijo!... ¡Mi Antoñico!... Las vecinas del barrio de los pescadores acudieron a ella. Bien sabían lo que era aquello: casi todas habían pasado por trances iguales.

-Estos gauchos malos son los que se llevaron á mi patroncita. Yo los vide... Pero le fué imposible continuar, pues se sintió agarrado por el talle y descendido violentamente de su dignidad ecuestre, quedando con los pies en el suelo. Ricardo había hecho esto valiéndose de su brazo sano y sofocando el dolor que le causaban en el hombro herido tales movimientos.

Y sonreía a Alcaparrón y sus hermanos, que se sentaban en el suelo en semicírculo sin decirla nada, mirándola con ojos interrogantes, como si quisieran atrapar a la fugitiva salud. Su tía, todas las tardes al volver, lo primero que preguntaba era si había arrojado aquello, aguardando que expeliera por la boca la pudredumbre, la mala sangre que el susto había acumulado en su pecho.

Acudieron su mujer y sus vecinos con luces, y halláronle haciendo efectos de nadador, soplando y arrastrando la barriga por el suelo; y meneando brazos y piernas con mucha priesa, y diciendo a grandes voces: "¡Socorro, señores, que me ahogo", tal le tenía el miedo, que verdaderamente pensó que se ahogaba.

Todo les parece testimonio de la autenticidad del milagro. A algunos metros por bajo de la cima brota un manantial: el báculo del dios le hizo surgir del suelo.