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El calor era tan intenso que aturdía. Todos los rostros estaban encendidos y sudorosos. Los brazos no tenían brío para abanicarse. Pero la alegría no tardó en renacer. Uno de los pollos proponía un baño general: que nos echásemos todos juntos al agua así que llegásemos a San Juan, cosa que escandalizaba y hacía reír a un mismo tiempo a las damas.

La gloriosa enseña, adornada con recuerdos de 1870, le servía para alcanzar ciruelas todavía verdes. Los que estaban sentados en el suelo aprovechaban este descanso extrayendo sus pies hinchados y sudorosos de las altas botas, que esparcían un vapor insufrible.

No he visto nada más feo, más repulsivo, que esos negros sudorosos; me daban la idea de orangutanes bramando de lascivia...

Una nota cómica, al par que repugnante, del saqueo de La Maya, fué sin duda la que ofrecieron las mujeres negras que acompañaban á los alzados, las cuales, con un refinamiento de coquetería verdaderamente salvaje, penetraban en los establecimientos y casas particulares, y haciendo caso omiso de otro botín más valioso, se apoderaban con avidez de los frascos de perfume, que destapaban de cualquier modo, y vertían el contenido de los mismos sobre sus cuerpos sudorosos y jadeantes.

Iban sofocados, sudorosos, de tanto como habían bregado en la galería del piso tercero con Irene y las chicas del jefe de cocinas. «¡Hija, cómo estás!... dijo Rosalía, deteniendo a la niña . Tienes la cara como un cangrejo cocido... Ahora corre aire... métete en casa; no te constipes... ¿Y este granuja...? ¿Ve usted cómo viene?, todo roto y hecho un Adán.

Y el Chiquito se dejaba agasajar con sonrisa de ídolo, irguiendo su pequeño cuerpo de músculos recogidos y apretados, mientras los admiradores aspiraban al examinarle el olor agrio de sus sobacos sudorosos como si fuese un grato perfume. Ganaría, como siempre.

A las once, el calor y la afluencia de gente hacían ya insoportable la estancia e imposible el tránsito por los salones del marqués de Butrón: hallábanse abiertas de par en par cuantas puertas y ventanas había en la casa, y más que concurso de gentes, parecía aquello un confuso revoltijo de joyas, plumas, flores, telas vistosísimas y mujeres medio desnudas, entre las que se destacaban las manchas oscuras de los hombres, revolviéndose entre ellas sofocados y sudorosos, como un enjambre de gusanos negros que hubiera fermentado aquella compacta masa de mundo, demonio y carne... En el gabinete más próximo al vestíbulo, el marqués y la marquesa de Butrón recibían a sus convidados, viendo desfilar con la misma amable sonrisa grandes nombres y grandes vergüenzas, inocencias completas y malicias refinadas, honras sin tacha y reputaciones escandalosas, barajadas y confundidas en aquella casa, sin disputa alguna noble y honrada, por la impúdica y funesta tolerancia de las grandes sociedades modernas.

Pasaban con un salto irresistible sobre el muro, se deslizaban por las brechas, venían del fondo de la arboleda por entradas invisibles. Eran soldados pequeños, cuadrados, sudorosos, con el capote desabrochado. Y revueltos con ellos, en el desorden de la carga, tiradores africanos con ojos de diablo y bocas espumeantes, zuavos de amplios calzones, cazadores de uniforme azul.

Avanzaba el «paso» de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder, una pesada plataforma de labrado metal, con faldas de terciopelo negro que rozaban el suelo, ocultando los pies de los veinte hombres sudorosos y casi desnudos que marchaban debajo sosteniéndola.

Por indicación del oficial, tiré una moneda al negro del tambor y grité recio: «¡Vamos, muchachas, una bamboula endemoniadaMe será difícil olvidar el cuadro característico de aquel montón informe de negros cubiertos de carbón, harapientos, sudorosos, bailando con un entusiasmo febril bajo los rayos de la luz eléctrica.