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Parecióle que el vestidito de la imagen estaba un poco sucio y se lo lavó, para volvérselo a poner muy bien alisado y pomposo. Buscaba todos los días algunas flores que ofrecerle y cada noche, antes de acostarse, le besaba con fervor en las divinas lágrimas.

Pero Carmen se repuso valerosa, enjugó su llanto con mano firme, alzó la frente y dijo con serenidad: ¿Para qué ir a Luzmela si aquí también está Dios?... Mira, allí tengo mi Niño Jesús...; vino una sombra una noche y me lo puso feo; pero es Dios...; tiene el vestido sucio y el pelo enmarañado...; pero es Dios....

Como el dueño del boliche estaba ausente, Friterini, detrás del mostrador, imitaba el aire del patrón, mientras leía con arrobamiento un periódico italiano, viejo y sucio. Levantó Manos Duras sus ojos, avisado por una tos discreta, y vió en la puerta á la mestiza, que le hacía señas para que saliese.

Pero ¿qué cara es ésa, niño? ¿Dónde te has metido, lechoncillo?... Señores, miren ustedes qué cara añadió cogiéndole por la cabeza y presentándonoslo, sonriendo. ¿Habrá cosa más chistosa en el mundo? ¿No da ganas de comérselo? Y sucio y asqueroso como estaba, le repartió en el rostro unos cuantos besos.

¡Qué quiere que haga, señor vigilante! Disputaba a aquel atorrante y alzando el brazo me mostró un perro de esos callejeros, flaco y sucio, que parado sobre tres de sus cuatro patas por tener una enferma, nos miraba desde el atrio ¡esos restos de pescado y de puchero que he envuelto en ese diario! ¿Para qué?

Parecía que, según el tren se alejaba de los tejados de un rojo sucio, casi pardo de la ciudad triste, sumida en sueño y en niebla, el alma de Frígilis se ensanchaba, respiraba a su gusto aquel pulmón de hierro.

Tan sucio era aquel caserón por dentro como por fuera; la enseñanza y el alimento que se daba correspondían muy bien con el local. El fundador y director del establecimiento era un excoronel de artillería andaluz y amigo de la familia Guevara; por eso Miguel había ido a dar allí con sus huesos.

Aquel rebaño sucio, miserable y asustado, con la palidez del hambre en las carnes y la locura del terror en los ojos, era la piratería del Mercado, los parias que estaban fuera de la ley, los que no podían pagar al Municipio la licencia para la venta, y al distinguir a lo lejos la levita azul y la gorra dorada del alguacil, avisábanse con gritos instintivos, como los rebaños al presentir el peligro, y emprendían furiosa carrera, empujando a los transeúntes, deslizándose entre sus piernas, cayendo para levantarse inmediatamente, abriendo agujeros en la masa humana que obstruía la plaza.

Debajo de un pañuelo de seda negro que cubría su cabeza, atado a la barba, asomaban trenzas fuertes de un gris sucio y lustroso; la frente era estrecha y huesuda, pálida, como todo el rostro; los ojos de un azul muy claro, no tenían más expresión que la semejanza de un contacto frío, eran ojos mudos; por ellos nadie sabría nada de aquella mujer.

Salió a abrirles la puerta del corral un muchacho muy sucio, que se asustó al ver tanto caballero; y entre limpiarse los mocos con una mano y rascarse las nalgas con la otra, les dijo de mala gana que su padre estaba en el cierro.