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He hablado con la señora de *; es la italiana más bella y simpática que he tenido jamás ante mis ojos; posee una especie de irradiación dulce y viva a la vez, que subyuga el corazón al mismo tiempo que deslumbra la vista: el sonido de su voz, unido a cierto acento extranjero, despiden una emoción y una ternura que atraen y encantan a la vez.

El conjunto era singularmente bello. Aquel repicar vario y caprichoso, sin unidad ni medida, tan distinto del otro con que se anuncian los días solemnes y las fiestas clásicas, tenía algo de la maravillosa música moderna en que parece que los instrumentos van libres, de su cuenta, campando por sus respetos, desdeñando compás y disciplina, huyendo los unos de los otros, pero que de pronto se unen y concuerdan en rara e incomparable harmonía que primero sorprende, luego subyuga, y, por último, nos hace ver bosques silenciosos, regiones celestes sin nubes ni celajes, cerúleos adormecidos mares.

Tenía algo, mucho, del amigo ingenuo que nos ha pintado a maravilla Edmundo de Amicis en uno de sus libros más hermosos; de ese cruel amigo que nos domina desde el primer día, que nos subyuga, que nos hace sus esclavos, sin que nos sea dable rebelarnos en contra de él; que con una frase nos parte medio a medio, y que, riendo, del modo más natural, en presencia de todos, sin discreción ni consideraciones de ninguna especie, nos dice lo que no queremos que nadie nos diga, o que a propósito de una debilidad o de un afecto que ocultamos con el mayor empeño, nos lanza un chiste que penetra en nuestro corazón como la hoja de un puñal; amigo contra el cual no podemos alzarnos indignados por duro que sea con nosotros, ya porque somos impotentes para replicarle de modo que nos asegure el triunfo, ya porque, a pesar de todo, le estimamos y le amamos por sus muchas cualidades.

Espió sus menores actos, le echó en cara el tiempo invertido en cuidar a la hermana de Perico, y, en suma, adoptó el sistema de contrariedad y violencia, de seguros resultados con las mujeres fáciles y depravadas, a quienes subyuga y enamora. A Lucía la puso a dos dedos de la desesperación.

La superioridad no se observa en su estilo; permanecía en su alma, y ésta residía en el corazón principalmente, lugar en donde la Naturaleza ha colocado el genio de la mujer, puesto que las obras de la mujer son todas hijas del amor. De suerte que únicamente por la simpatía se siente el hombre unido a ellas. Esta superioridad, casi incomprensible e inofensiva, nos subyuga dulcemente.

Por indigna que sea, si es que ha inspirado esa gran pasión, ¿no cree Vd. que la compartirá y que será víctima de ella? Pues qué, cuando el amor es grande, elevado y violento, ¿deja nunca de imponerse? ¿No tiraniza y subyuga al objeto amado de un modo irresistible?

El acto parecía ya terminado: el arzobispo iba a dar la bendición y todo el mundo se levantaba para recibirla de rodillas... Un niño blanco y rubio, bello y candoroso como un ángel de Fra Angélico, se adelantó entonces a la mitad del estrado: realzaba el encanto de su edad y su inocencia, ese no qué aristocrático y delicadamente fino que atrae, subyuga y hasta enternece en los niños de grandes casas; y su larga cabellera rubia, cortada por delante como la de un pajecillo del siglo XV, le daba el aspecto de aquel príncipe Ricardo que pintó Millais en su célebre cuadro Los hijos de Eduardo.

La industria es una lucha eterna entre el hombre y la naturaleza, es la aplicacion y la multiplicacion de las fuerzas ocultas en el seno del mundo, es la continuacion del mundo mismo, el complemento de la obra de Dios: si os sentís inspirado á la vista de un templo ó de un palacio, ¿cómo no ha de enardecerse vuestra fantasía y latir vuestro corazon al presenciar esos espectáculos sublimes en que la inteligencia humana subyuga y hace servir en su provecho todos los elementos que le rodean?

Pedro tenía en los ojos aquel inquieto centelleo que subyuga y convida: en actos y palabras, la insolente firmeza que da la costumbre de la victoria, y en su misma arrogancia tal olvido de que la tenía, que era la mayor perfección y el más temible encanto de ella.

Hay otro hombre de cuyos labios estoy pendiente cuando habla, cuyo talento me asombra, cuya superioridad intelectual me subyuga, cuyas virtudes me llenan de maravilla y de entusiasmo, cuyo fondo de bondad altísima percibo claramente allá en las profundidades de su corazón, y ya sabes mi enojo, mi repugnancia a que se piense que ni un solo instante puedan confundirse con algo parecido al amor los sentimientos que ese hombre me inspira y que yo le inspiro sin duda.