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Asistieron personas de calidad, hubo mucha pompa eclesiástica y mundana, se repartieron limosnas, y todo fue dispuesto para que en los barrios del Sur quedara memoria del suceso por dilatados tiempos. La sordidez de D. Felicísimo no permitió que el almuerzo de rúbrica se diera, como parecía natural, en la casa de la desposada y diole en la suya Pipaón con mucho rumbo y magnificencia.

La limosna no bastaba ni con mucho; en vano se privaba ella hasta de su ordinario alimento, para disimular en casa la escasez; en vano iba con las alpargatas rotas, magullándose los pies. La economía, la sordidez misma, eran ineficaces: no había más remedio que sucumbir y caer diciendo: «Llegué hasta donde pude: lo demás hágalo Dios, si quiere».

Vigilaba sus comidas, asustándose mucho si no mostraba apetito; al verle estudiando, recorría las ventanas para que no entrase aire, se enteraba de la temperatura exterior antes de dejarle salir, para determinar si debía ponerse bufanda, ó el carric gordo, ó las botas de agua; cuando dormía, andaba de puntillas; le llevaba á paseo los domingos, ó al teatro; y si el angelito hubiese mostrado afición á juguetes extraños y costosos, Torquemada, vencida su sordidez, se los hubiera comprado.

En lo tocante a juegos, no conoció nunca más que el mus, y sus bolsillos no supieron lo que era un cuarto hasta mucho después del tiempo en que empezó a afeitarse. Todo fue rigor, trabajo, sordidez. Pero lo más particular era que creyendo D. Baldomero que tal sistema había sido eficacísimo para formarle a él, lo tenía por deplorable tratándose de su hijo.

Tuvo bastante fortaleza para contener sus ansias y dejar para la tarde la visita. Su madre le habló como siempre, de lo que se murmuraba, y él encogió los hombros. Oía la voz dura y seca de doña Paula anunciando, por asustarle, el cataclismo de su fortuna, la ruina de su honra, como si le hablase de los cataclismos geológicos del tiempo de Noé. Le parecía que era otro Provisor aquel de quien el público se quejaba. «¡Ambición, simonía, soberbia, sordidez, escándalo!... ¿qué tenía él que ver con todo aquello? ¿Para qué perseguían a aquel pobre don Fermín si ya había muerto? Ahora el don Fermín era otro, otro que despreciaba a sus vecinos y ni siquiera se tomaba la molestia de quererlos mal.

La taciturna ciudad dentro del alto cerco almenado que suprimía todo horizonte; la adusta soberbia de los caserones, evocando nombres tantas veces pronunciados, con todo el entretejo de odios, de envidias, de imposturas; el andar rutinero y villano de la existencia comunal que cada minucia recordaba, y, en fin, tanta sordidez, tanta monotonía, saltáronle a los ojos haciéndole considerar la estrechura de cárcel que había bastado a su ardimiento.

Lo mismo he dicho yo replicó la dama, queriendo expresar con elocuente mohín y alzamiento de hombros la sordidez de su marido . Pero váyale usted a Bringas con esas ideas. Dice que no, que los oculistas no van más que a coger dinero... Y no es que a él le falte.

Era un poco repulsivo ver esta explotación, y Martín, sintiéndose patriota, habló de la avaricia y de la sordidez de los franceses. Un ropavejero de Bayona le dijo que el negocio es el negocio y que cada cual se aprovechaba cuando podía. Martín no quiso discutir.

Al menor intento de revuelta en las minas, cerraban la puerta, sirviendo el pan por un ventanillo. A pesar de su insaciable codicia, tenían un aspecto de miseria y sordidez más triste que el de la gente de fuera.

Y entonces recordó que su madre era quien le empujaba a todos aquellos actos de avaricia que ahora le sacaban los colores al rostro. «Era su madre la que atesoraba; por ella, a quien lo debía todo, había él llegado a manosear y mascar el lodo de aquella sordidez poco escrupulosa.