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»No se sonroje por ello, hermana mía; no se avergüence de su destino y de su naturaleza. Frecuente usted la sociedad y procure buscar en su seno un corazón que sea digno del suyo. Yo, desde el umbral de la tumba de Magdalena la seguiré con fraternal mirada haciendo votos por su felicidad. »Pero, ¿encontrará usted, Antoñita, ese corazón que pueda hacerla dichosa?... ¡Ay!

Todavía no es tan viejo que pueda asemejarse a un Bartolo, ni yo tan necio que me resigne a desempeñar el papel de Geronte. ¡Vaya! ¡vaya!... Pero no se sonroje usted por eso, porque nada de censurable hay en que él la ame. Si fuese cierto, señor conde, lo que usted dice afirmó con entereza. Antoñita si bien cubrió su semblante una fugitiva palidez, no haría bien en ello, porque yo no le amo.

Bien sabe Dios que nunca he olvidado tanta generosidad; pero esa noche me sonrojé, me dio vergüenza aceptar los servicios del médico, sin retribuirlos debidamente. Vamos... prosiguió don Crisanto, en tono afable, ¿ya te resolvió Castro Pérez? ¿Vas a servirle de amanuense? El martes estaré por allá. No entiendo nada de esas cosas.... Bueno; pero todo se aprende.

Con esos veinte pesos, o quince, o diez, o menos, que eso ganará, porque usted no peca de pródigo, no le alcanzará para comprarse un par de botines. Cuando más para sostener ese lujo de corbatas chillonas con las cuales anda tan majo, rondando la casa de la señorita Fernández.... Le oía yo desde la otra pieza, y sin embargo, me sonrojé.

Me sonrojé, pero no quise interrumpir a mi tía. No te rías así; mira que tu risa la siento aquí, en el corazón. No te rías; ya lo que me vas a contestar; no hables, te lo diré yo. Vas a decirme que eres pobre, y que aunque descendieras de un rey, aunque fueras un sabio, y el primero por lo guapo y buen mozo, de nada te serviría todo esto, de nada, si no tenías dinero.... ¡Eso, tía!

Cuando la pobre se alzaba sobre su dolor, confortada por mi amistad y purificada por tu inocencia, vino la muerte y se la llevó.... ¡Que no te sonroje su recuerdo; guárdale con respeto y con amor! Salvador interrogó otra vez con amargura. Pero, ¿y mi padre..., mi padre?