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Y los carreteros de cutis curtido, que restañaban alegremente el látigo al pasar por la ventana baja en la que la silla alta del niño Carlos reemplazaba al gran sillón de la de Raynal. Y los aldeanos que volvían de los campos, agobiados bajo el peso del haz de hierbas, de leña o de espigas, levantaban la espalda encorvada para sonreírle.

Además era rojo, como Luzbel y Judas, el color de todos los enemigos de Dios, y su cara inflamada, de ogro en plena digestión, le hacía recordar las de los malos espíritus que gesticulaban horrorosos en las láminas de su devocionario. ¡Y tener que tratar herejes de esta clase, que se burlaban de un país cristiano porque aún conserva puros e intactos los recuerdos de tiempos más felices! ¡Verse obligada a sonreírle, porque era el mejor cliente de la casa!...

Mrs. Power, al aparecer por breve rato en esta parte del buque, no tardó en adivinar la oculta relación entre los dos, a pesar de su afectada indiferencia. Este descubrimiento pareció devolverle la tranquilidad. Ya no la molestaría su antiguo amigo. Y hasta se atrevió a sonreírle irónicamente, cual si le felicitase por su nueva conquista.

En vez de sonreírle como siempre baja los suyos avergonzada; sus frescas mejillas se tiñen de rojo. La fatal palabra de su hermano vuelve á penetrar en su alma y á turbarla. Ella era una pobrecita recogida, una hospiciana; estaba casi segura. Nolo no podía casarse con ella. Tal idea aferrada á su mente la traspasaba de angustia, oprimía su pecho hasta impedirle la respiración.

Su sangre era limpia como el diamante. Además, estaba destinado a recibir uno de los más opulentos mayorazgos de Segovia. Pensó sin inquietud en los mancebos de las otras familias, demasiado seguro de no ser sobrepujado por ninguno de ellos en saber, en ardid, en denuedo. La gloria volvía a sonreírle cual una esclava impaciente y desnuda, ofreciéndole sus brazos, su fascinación y sus cantares.

A la cabeza de la fila formada por sus vasallos, el Emir balanceábase sobre las caderas, levantaba un pie y lanzaba relinchos bajo la mirada protectora de la señá Eufrasia, que, subida en un caramanchel, presidía la fiesta con toda la majestad de su busto corpulento. Al reparar la buena mujer en Ojeda, se atrevió a sonreírle. Sabía que era español por haberle visto algunas veces con don Isidro.

Aquella actitud contrastaba de tal modo con su habitual solicitud para mirarle, responderle y sonreírle, que no podía menos de notarse la diferencia. Supuse que se refugiaba en aquella insensibilidad aparente por orgullo y para no denunciar su pena por la partida de Lautrec.

Se entretenía en seguir con los ojos las espirales del humo de su cigarrillo; pero al ver que un invitado acababa de sentarse cerca de él, creyó necesario sonreirle, preguntando á continuación: ¿Se aburre usted mucho?... El español le miró fijamente antes de responder: ¿Y usted?...

Llegó su mirada al palco de Emma, que sintió los ojos azules y dulcísimos de Minghetti metérsele por los tubos de los gemelos y sonreírle, a ella, como si la conociera de toda la vida y hubiera algo entre ellos. Emma, sin pensarlo, sonrió también, y el barítono, que tenía mirada de águila, notó la sonrisa, y sonrió a su vez, no ya con los ojos sino con toda la cara.

Y sin vacilación se colgó del cuello la bolsita, con el mismo aire de un soberano que se ciñese la corona del mundo. La suerte acudió en seguida á sonreirle. Triunfaron inesperadamente los «colorados». Ellos, que llevaban hechas tantas revoluciones, volvieron á apoderarse del gobierno del modo más pacífico y prosaico.