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No le mueve ya á Yahhyay el deseo de alcanzar un reino; pero le mueve en cambio el amor á su Dios y á su patria. Córdoba, Córdoba, abre tus puertas á tu libertador: no hay ya en todo tu reino otro hombre capaz de contener las lágrimas que brotan á torrentes de tus ojos. Su prudencia y su desinteres corren al par con su bravura: su sola mirada basta para imponer á tus viles opresores.

Muchas veces, cuando estaba sola, entretenía en pensar lo que podría haber hecho un hombre como usted, viviendo en Europa y trabajando bajo la dirección de una mujer que le inspirase nobles ambiciones. Permaneció Moreno silencioso, mirándola con cierto asombro, como si la admirase más después de sus últimas palabras.

La reina se encontraba grandemente comprometida por una endiablada intriga de don Rodrigo, y doña Clara Soldevilla había salido sola á la calle por el compromiso de la reina, y seguida por don Rodrigo Calderón, al primero á quien encontró, de quien se amparó, como se hubiera amparado de otro cualquiera, fué de don Juan.

Cuánto de infinito va de la dicha desparramada en cenizas al pie de cada cama vacía, al radiante rescate de esa misma felicidad quemada, cabe en una sola gota de cocaína!

La Casa de las Monjas es bella de veras: no es una casa sola, sino cuatro, que están en lo alto de la pirámide.

Pero ahora, ¿esta noche? Tanto mejor. Agarrados de las manos salieron al camino, al estrecho camino por el que una vez la habían conducido sus cansados pies a la puerta del maestro, y que parecía no deber pisar sola ya más. Miriadas de estrellas centelleaban sobre sus cabezas.

Ricardo la apretaba cada vez más contra su corazón, sin cansarse de repetir la misma frase, ¡la frase más bella que Dios ha sugerido a los hombres! Una vez sola levantó la niña la cabeza para preguntar en voz baja y temblorosa: No te marcharás ya, ¿verdad? ¡Buena gana tenía Ricardo de marcharse en aquel momento! Por cuanto hubiera de precioso en la tierra y en el cielo, no se marcharía.

Para que nada faltase a la baronesa, tenía el don de hacerse cargo rápidamente de los menores matices de lenguaje; de ahí que no le pasaran por alto ni una sola de las impertinencias corteses ni de las vengadoras ironías de que la venía haciendo blanco su lectriz.

¡Noche oscura, ya Diana entre turbios nubarrones hundió la faz plateada; y sola en medio de la avenida funeraria, te deslizas ideal, mística y blanca, te deslizas y te alejas incorpórea cual fantasma; sólo flotan tus miradas, sólo tus ojos perennes, tus ojos de hondas miradas fijos quedan!

Una vez creí haber encontrado esa alma semejante a la mía y le confié mi dicha. ¿Quién podría repetir el encanto de esas horas de embriaguez en que, recostado sobre el seno de Eulalia, respirando su aliento, atento al menor latido de su corazón y en que todas mis facultades se abismaban en una sola de sus miradas? ¡Y, no obstante, me ha engañado! y cuando, al estrecharla en los tristes abrazos de una larga despedida, le pedí el título de esposo, me lo concedió ante el padre de todo amor. ¿Qué derecho me ha arrebatado? ¿por qué me ha reducido a este estado de anonadamiento?