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¿Quién? ¿yo querer á esa mujer?... ¡Si me sofoca ya más que un día de levante!... Si tengo más ganas de soltarla que del premio gordo de la lotería... Porque me carga, ¡ea!... porque me revienta... y está dicho... Y de esta suerte prosiguió todavía dejando caer otras pesadísimas palabras.

Miguel comprendía bien cuándo convenía soltarla. ¡Eres un loco incorregible!... ¡Eres más chiquillo aún que tu hermana! Vamos, cállese V., señora, o volvemos a dar otros seis galopes. No, no, me marcho, porque eres muy capaz de hacerlo decía riendo. Estas sonrisas tenían para nuestros jóvenes el incalculable valor que tiene para los habitantes de Londres un rayo de sol en medio del invierno.

El capitán, por el tubo acústico que descendía á las máquinas, gritó órdenes enérgicas para que desarrollasen toda la velocidad. Mientras tanto, el piloto, agarrado á la rueda, dispuesto á morir sin soltarla, dirigía el buque en zigzags para no ofrecer una puntería fija al submarino. Todos los tripulantes contemplaban desde las bordas el bastón lejano é insignificante del periscopio.

Al hablar así había tomado una mano de Elena, pero esta mano le pareció tan blanda y muerta, que tuvo que soltarla, descorazonado. Ella hizo un gesto de cansancio mirando hacia el interior de la casa, donde estaba su marido.

No recuerdo exactamente más que una escena: una tarde de verano Roberto había cogido a Marta por sus rubias trenzas, y riéndose y gritando corría tras de ella por el patio, por la casa y por el jardín. ¿Qué es lo que le haces a Marta, bribonzuelo? le gritó papá. Me ha hecho una travesura respondió él, sin soltarla, mientras ella continuaba gritando.

Repito sin embargo, que la fuerza de esta dificultad es aparente; y para soltarla observaré que bien analizada, no tiene mas fuerza que la que hemos desvanecido con respecto á las ciencias naturales. Hagámoslo sensible con un ejemplo.

Fortunata movió la lengua y agitó los labios. En la punta de aquella tenía la verdad, y por instantes dudó si soltarla o meterla para adentro. La verdad quería salir. Las palabras se alinearon mudas y decían: «, es cierto que te aborrezco. Vivir contigo es la muerte. Y a él le quiero más que a mi vida». La batalla fue breve, y Fortunata volvió la terrible verdad a los senos de su espíritu.

Era un galgo finísimo que había encargado a Inglaterra y le había costado una cantidad exorbitante. La falta que cometió fué de las más graves que un individuo puede cometer en el uso de sus funciones. Nada menos hizo que después de cobrar una liebre, cuando el Duque corría hacia él para quitársela de la boca, soltarla de pronto en el suelo.

Y si le hacían el favor de soltarla al día siguiente, ¿con qué razones, con qué mentiras explicaría su larga ausencia, su desaparición súbita? ¿Qué podía decir, ni qué invento sacar de su fecunda imaginación? Nada, nada: lo mejor sería desechar todo embuste, revelando el secreto de su mendicidad, nada vergonzosa por cierto.

Manolo, sin soltarla, profirió en voz baja con acento apasionado: Déjamela siquiera un minuto. ¡Cinco meses hace ya que no la toco! ¡Un siglo! exclamó la tabernera con sonrisa apenas perceptible, echando al mismo tiempo una mirada recelosa á la puerta. Manolo advirtió esta mirada y, soltando bruscamente la mano, preguntó: ¿Y Velázquez? Tan bueno respondió poniéndose levemente colorada.