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En Vetusta las señoras no quieren las butacas, que, en efecto, no son dignas de señoras, ni butacas siquiera; sólo se degradan tanto las cursis y alguna dama de aldea en tiempo de feria. Los pollos elegantes tampoco frecuentan la sala, o patio, como se llama todavía.

Mas, aunque todos los días se proponía dar un corte a aquella aventura no saliendo más a pie, o cruzando por delante de la casa de Raimundo sin levantar la mirada o, a todo más, dirigiéndole un saludo frío, es lo cierto que no tenía fuerza de voluntad para llevar a cabo su propósito. Ni siquiera para dejar de enviar el consabido adiós desde la esquina. Una cosa la preocupaba sobremanera.

En mi familia siempre hubo sucesión masculina: Moscosos crían Moscosos, es ya proverbial. ¿No lo ha reparado usted cuando estuvo almorzándose el polvo del archivo? Pero usted es capaz de no haber reparado tampoco el estado de mi mujer, si no le entero yo ahora. Y era verdad. No sólo no lo había echado de ver, sino que tan natural contingencia no se le había pasado siquiera por las mientes.

No era posible ya, ni siquiera de «buen gusto», sentir entusiasmo por nada, ni de lo de tejas arriba ni de lo de tejas abajo. La verdadera agonía del espíritu social. De eso adolecían los tiempos actuales, y por ahí venía la muerte del cuerpo colectivo.

El duque de Gandía, rara vez, y aun así por pocos momentos y tratándola ceremoniosamente, entraba en sus habitaciones. No era un marido, ni mucho menos un amante, ni siquiera un amigo. Doña Juana para el duque de Gandía, no era más que un medio.

No osa entrar en los templos, ni siquiera se deja caer de rodillas, como antes, frente al sangriento crucifijo del cuarto de su madre. Si oye hablar del infierno se estremece y huye.

Esto se explica recordando, que en ambas cosas siguió á los novelistas italianos: como dramático no obtuvo el menor lauro, pues ni siquiera se tomó el trabajo de modificarlas con arreglo á las exigencias de su arte. No hay duda que esta novela reune condiciones muy favorables á la acción dramática.

Pues aténgase usted a ello, y sírvale de gobierno para su mejor inteligencia, que de cada cien enfermos de esta clase, aun siendo mozos, se mueren... ciento y uno; conque figúrese usted si habrá que andar con cuidado, siquiera para detener la muerte de don Celso unos cuantos días.

Cuando llegó a él, no pensó siquiera en meterse en el balandro que estaba a dos brazas de la escalerilla: limitose a hacer a Cornias, ocupado en recoger el aparejo a toda prisa, algunas advertencias sobre el particular, y enseguida tomó el camino del Miradorio. Le estaba preocupando a él la cosa aquella desde el momento mismo en que había sucedido.

-Ya yo lo veo -respondió Sancho-; y así, en la gana de hablar siempre es primero movimiento, y no puedo dejar de decir, por una vez siquiera, lo que me viene a la lengua. -Con todo eso -dijo don Quijote-, mira, Sancho, lo que hablas, porque tantas veces va el cantarillo a la fuente..., y no te digo más.