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Simoun compraba tambien alhajas viejas, hacía cambios, y las económicas madres habían traido las que no les servían. Y ¿usted, no tiene nada que vender? preguntó Simoun á Cabesang Tales, viéndole mirar con ojos codiciosos todas las ventas y cambios que se hacían. Cabesang Tales dijo que las alhajas de su hija habían sido vendidas y las que quedaban no valían nada.

Y el chino, para hacer más comprensible su situacion, ilustraba la palabra hapay haciendo ademan de caerse desplomado. Simoun tenía ganas de reírsele, pero se contuvo y dijo que nada sabía, nada, absolutamente nada. Quiroga llevóle á un aposento cuya puerta cerró con cuidado y le explicó la causa de su desventura.

Simoun dispuso sobre la mesa las dos maletas que traía: la una era algo más grande que la otra. Ustedes no querrán alhajas de doublé ni piedras de imitacion... La señora, dijo dirigiéndose á Sinang, querrá brillantes... Eso, señor, brillantes y brillantes antiguos, piedras antiguas, ¿sabe usted? contestó; paga papá y á él le gustan las cosas antiguas, las piedras antiguas.

Cuando el fuego lo caliente, cuando los pequeños ríos que ahora se encuentran diseminados en sus abruptas cuencas, empujados por la fatalidad se reunan en el abismo que los hombres van cavando, contestó Isagani. No, señor Simoun, añadió Basilio tomando un tono de broma.

En aquel momento apareció por la escotilla la cabeza de Simoun. Pero ¿dónde se ha metido usted? le gritó don Custodio que se había olvidado ya por completo del disgusto; ¡se perdió usted lo más bonito del viaje! ¡Psh! contestó Simoun acabando de subir; he visto ya tantos ríos y tantos paisajes que solo me interesan los que recuerdan leyendas...

Tengo un capricho por ese relicario, repitió Simoun; quiere usted ciento... ¿quinientos pesos? ¿Quiere usted cambiarlo con otro? ¡Escoja usted lo que quiera! Cabesang Tales estaba silencioso, y miraba embobado á Simoun como si dudase de lo que oía. ¿Quinientos pesos? murmuró. Quinientos, repetió el joyero con voz alterada.

Simoun, como para aumentar la admiracion de los presentes, removía las piedras con sus morenos y afilados dedos gozándose en su canto cristalino, en su resbalar luminoso como de gotas de agua que colora el arcoiris. Los reflejos de tantas facetas, la idea de sus elevadísimos precios fascinaban las miradas.

Simoun se había levantado y su semblante estaba radiante: el ardor que le animaba cuando, cuatro meses antes, esplicaba á Basilio sus proyectos en el bosque de sus antepasados, reaparecía en su fisonomía como un rojo crepúsculo despues de un nublado día.

Tengo varias quejas contra ese maestrillo, dijo S. E. cambiando una mirada con Simoun; creo que lo mejor será suspenderle. ¡Suspendido! repitió el secretario. Diole pena al alto empleado la suerte de aquel infeliz que pedía ausilio y se encontró con la cesantía y quiso hacer algo por él. Lo cierto es, insinuó con cierta timidez, que la enseñanza no está del todo bien atendida...

Sinang varias veces castañeteó y su madre no la pellizcó, quizás porque estuviese abismada ó porque juzgase que un joyero como Simoun no iba á tratar de ganar cinco pesos más ó menos por una exclamacion más ó menos indiscreta. Todos miraban las piedras, ninguno manifestaba el menor deseo de tocarlas, tenían miedo. La curiosidad estaba embotada por la sorpresa.