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Algún emisario de Berbería que les provocaba a sacudir el yugo de los cristianos... Todo era enigma, misterio, otros seres, otro mundo. Prodújose de pronto un gran silencio. Las miradas se dirigieron hacia la puerta de entrada. Se esperaba a alguien. Por fin, las hojas se abrieron de par en par, y un hombre venido de afuera, anunció: ¡El bajá!

Avergonzado de mi ridícula jactancia, y muy embarazado por las curiosas miradas que sobre había atraído, me incliné torpemente sin responder. Nuestro whist se acabó en un silencio profundo. Eran las diez, y me preparaba á retirarme, cuando la señorita de Porhoet me tocó el brazo. El señor intendente dijo, me hará el honor de acompañarme hasta la avenida. La saludé y la seguí.

que lo entiendo; pero no es noticia para . ¿Cuántos siglos hace que estáis... en eso? ¡Dale, la muy taimada!... ¿No te he dicho que, por fin, se de-ci-dió ya? ¿Lo quieres más claro? ¿Quieres decir que os vais a casar en seguida? Eso mismo. ¡Acabaras! Aquí un ratito de silencio. Cierta inquietud en Sagrario. Miradas investigadoras en su amiga, envueltas en sonrisas maliciosas.

¡Era Doña María la madre de los pobres! ¡Nunca hubo puerta de más caridad! ¡Dios Nuestro Señor la llamó para y la tiene en el Cielo, al lado de la Virgen Santísima! ¡Era la madre de los pobres! ¿Por qué no camináis en silencio? ¡Era mi madre también, era todo cuanto tenía en el mundo, y no lloro! La voz del viejo linajudo, desmintiendo sus palabras, se rompe en un sollozo.

Hubo un largo silencio solamente turbado por el rumor de sus gemidos... Luego Fabrice, con voz hondamente conmovida: ¡Te creo! Ella tomó sus manos.

A esto oír se levantó María entre turbada y pesarosa, y desdoblando un listón, lo pasó por la rodilla manca del soldado, aquélla que apoyaba sobre el zoquete de madera, y asimismo, relatando en silencio unos como versos o nóminas, ató luego los dos cabos del listón, diciendo: Mendigo, así te engarce tu rodilla como enlazados quedan estos dos cabos; y decir esto y levantarse el soldado, arrojando el palitroque de la rodilla, y repetir a gritos ¡milagro, milagro!, fué todo un punto.

No bien había cedido al cansancio, cuando imaginé hallarme en una profunda obscuridad; reinaba el silencio en torno mío; poco a poco una luz fosfórica fue abriéndose paso lentamente por entre las tinieblas, y una redoma mágica se me fue acercando misteriosamente por sola como un luminoso meteoro.

La última parte de mi viaje, de noche y lloviznando; los pasillos negros de la casona; la cocina tan grande, tan oscura al principio, de tan extraño aspecto después a la luz de la enorme fogata; el pelaje y las cosas de mi tío; la mujer gris aparecida de repente; el tenebroso páramo del comedor, explorado a la luz mortecina del farolillo de cuatro cristales empañados por la roña; el silencio de «afuera»... peor que el silencio absoluto: un rumor lejano e intermitente, bronco, algo por el estilo del que puso espanto en el esforzado pecho de Don Quijote cierta noche en las proximidades de Sierra Morena, y el otro silencio de la casa en cuanto cesaba de hablar mi tío, me habían impresionado de mala manera.

Así, habia cerrado los ojos ante un paisaje en extremo pintoresco, para abrirlos despues en el centro de un país singularmente notable por su desolacion y su silencio.

Procuramos, en nuestros paseos por la plaza de un pequeño pueblo valenciano, no salirnos de las islas de sombra que trazan los plátanos sobre la tierra rojiza y ardiente. Silencio de sueño, calma profunda de siesta veraniega.