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Con el Cachalote no andábamos mas que por el puerto y por la ría; no nos atrevíamos a cruzar la barra en una lancha tan ligera, porque una ola un poco más fuerte podía tumbarla. Si el puerto no tenía nada que ver, en cambio la ría era muy bonita. Una de las orillas la formaba un arenal fangoso, en donde estaba el astillero de Shempelar.

Yo me senté entre los patrones y tomamos café y ron. Shempelar, el del astillero, sacó a relucir una canción que se repitió hasta el mareo. La gracia de la canción consistía principalmente en que se refería a un capitán piloto y se hablaba de un Shanti. En el fondo, la canción no decía nada; ¿pero eso qué importa? Casi siempre, y aunque parezca absurdo, cuando menos dice una canción es mejor.

Suelo ir a ver a Shempelar, sobre todo si tiene obra nueva, y hablamos; pero mi paseo constante no es hacia el río, sino hacia el muelle; veo cómo pescan en Cay luce, y cómo van entrando las barcas de bonito y las goletas de cabotaje; oigo, riendo, las riñas en vascuence de las mujeres a los chicos, porque todas estas mujeres de mar tratan a la prole a fuerza de chillidos, como si imitaran a las gaviotas, y cambio algunas palabras con los pescadores.

El esqueleto del barco se va cubriendo, la obra marcha; Shempelar, interiormente entusiasmado con su obra, anda muy fosco, riñendo a todo el mundo.

Los calafates van clavando gruesos clavos en el costado del barco, a golpes de martillo; alrededor suelen verse mazos, grandes barrenos, gubias, gatos para levantar pesos y varias calderas negras llenas de alquitrán, que los hijos pequeños de Shempelar suelen hacer hervir con virutas y pedazos de tablas viejas.

Una de las orillas de esta ría es rocosa, accidentada; la otra es un fangal negruzco. Sobre este fangal, desde hace años, según algunos, siglos, está instalado un astillero. Antes, en él se construían fragatas y bergantines; hoy sólo se hacen lanchas y alguna goletilla de poco tonelaje. El actual dueño del astillero es Shempelar.

El astillero no es muy complicado; consta solamente de dos barracas negras, formadas por maderas de barcos desguazados y de una rampa con un carril en medio. Ordinariamente se calafatea y se hacen composturas. Cuando hay trabajo nuevo, Shempelar disfruta; saca sus compases y allí se está, dibujando las piezas de un barco, sin levantar cabeza.

Si se le pregunta qué tal va la obra, dirá que mal, porque Shempelar es un dilettanti del pesimismo. Concluye el maestro de dibujar las piezas, y entonces los carpinteros de ribera comienzan a trabajar con el hacha y la azuela, cortando las tablas, barrenándolas y armando después las costillas.

Luego, todos van cogiendo alquitrán con los candiles de calafatear, y rellenan las hendiduras del barco, hundidos en el fango como patos. Y cuando el barco queda a flote, y todo el mundo dice que es un gran barco, hay que verle a Shempelar haciendo esfuerzos maravillosos para demostrarse a mismo que tiene motivos, motivos graves, motivos serios para estar profundamente incomodado.