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Se destroza una vida, se deja a un hijo sin padre, se lleva la desolación a una familia. Y se dice se ha salvado la honra de una casa; se ha salvado la sociedad. Siempre que pensaba en la Shele siguió diciendo el médico viejo , tenía el presentimiento, muy lógico en el fondo, de que había de acabar mal.

Siendo médico aquí, había que estar bien con ellas, so pena de perecer y no tener una visita. Yo iba con mucha frecuencia a casa de tu abuela, que por entonces se había quedado viuda. Tu abuela tenía en casa una muchacha, que era ahijada suya, y a quien llamábamos la Shele. Yo bromeaba mucho con ella cuando iba a a tomar café a Aguirreche. ¿Qué hay, Shele? la decía. Nada, señor médico.

La Shele, muy joven e inocente; yo, un marino que venía de las soledades del mar de la China con gran deseo de vivir; nos vimos, y sucedió lo que no era raro que sucediera. No si mi madre sospechó lo que pasaba; si sospechó y se valió de una estratagema para alejarme, Dios se lo haya perdonado.

Ya que no lo has dicho; te lo advierto, para que sepas que soy tu amigo, que te quiero bien. ¿Comprendes? , señor. Entonces ya le dije claramente lo que tenía que decirle. has tenido amores con el señorito Juan, ¿verdad? No; no, señor. ¡Para qué negarme la verdad! ¡ has tenido amores con él, y lo que te pasa es la consecuencia natural ... ¿Comprendes? La Shele calló y bajó la cabeza.

Acababa de tomar café; estaba charlando con mi madre y mi hermana en esa pequeña galería de cristales que da a la huerta, cuando entró la Shele. Acudí a su encuentro, la pasé al despacho y cerré la puerta. Siéntate la dije. La muchacha se sentó y yo comencé el interrogatorio. ¿Hace mucho tiempo que estás en Aguirreche? , ya va a hacer mucho tiempo. ¿Cuántos años tienes? Diez y ocho.

En una me decía que la Shele se había casado, o, mejor dicho, la había casado mi madre con el hijo de Machín, un mozo estúpido y borracho, a cuyo padre habían tenido que dar dinero y tierras para permitir que su hijo se casara con la Shele, que estaba embarazada. En la segunda me decía el amigo que la Shele acababa de morir de sobreparto en el caserío de Machín.

La conversación continuó así, con un lujo de detalles de esa avaricia campesina tan repugnante, y cuando llegaron a un arreglo definitivo, doña Celestina gritó a sus hijas: ¡Que venga la Shele! Vino la Shele, pálida, con los ojos bajos y las ojeras moradas. Hemos quedado de acuerdo en que te casarás con este joven. Bueno, señora contestó ella, con una voz débil como un sollozo. ¿No dices nada?

¿Cuándo piensas casarte? Cuando me quieran contestaba ella con gracia. ¿No tienes novio todavía? No. ¿Pues en qué estás pensando? Ella sonreía mientras llenaba las tazas de café. La Shele era muy bonita, muy modosita, muy fina. Era este tipo vascongado, esbelto, que tiene algo de pájaro. Muchas veces yo pienso añadió el médico viejo que nuestra raza no es fuerte.

A pesar de todo le escribí, y la carta no debió llegar, porque no tuve contestación. Mientrastanto, doña Celestina y el vicario habían decidido casar a la Shele. Como sabes, aquí a los matrimonios que se hacen entre la gente del campo, atendiendo sólo al dinero, se llaman la venta de la ternera.

En nuestro país no suele ser ningún desdoro el que una muchacha entre a servir en una casa del pueblo. Además, la Shele, como digo, era pariente y ahijada de mi madre. Su situación en mi casa podía considerarse intermedia entre criada y pariente pobre.