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Don Ciriaco muchas veces me decía, con una exasperación alegre que le era característica: Shanti, ten esto en cuenta. De cien mujeres, noventa y nueve son animales de instintos vanidosos y crueles, y la una que queda, que es buena, casi una santa, sirve de pasto para satisfacer la bestialidad y la crueldad de algún hombrecito petulante y farsantuelo.

Yo conté lo mejor que pude mi viaje con don Ciriaco. Después vinieron unas cuantas amigas de Dolorcitas. Yo estuve hablando con doña Hortensia, que se mostró muy amable conmigo. A media tarde don Ciriaco me llamó. Vamos, Shanti me dijo. El ama de la casa me advirtió que todos los domingos y días de fiesta estaba invitado a comer allá. Si no iba, preguntarían por y me llevarían a la fuerza.

El choque de las olas hacía temblar las rocas, y su ruido iba repercutiendo en todos los agujeros y anfractuosidades de la gruta. Mira, mira le dije a Recalde. Mi amigo, temblando, murmuró: Shanti, volvamos atrás. No, no le contesté yo . Aquí debe haber un agujero por donde viene la luz. El tronco de árbol del borde de la cornisa indicaba que en otro tiempo había andado por allí gente.

Nos escribíamos en todos los correos; yo la llamaba a ella «mi querida Mary», y ella «mi querido Shanti». Muchas veces me decía en broma: La Egan-suguia nos protege. Yo no le había dicho claramente que estaba enamorado de ella y que aspiraba a hacerla mi mujer.

Fuimos después a merendar entre los helechos. Allá abajo, en el fondo, se veía Lúzaro como un pueblo de juguete. Ni una lancha aparecía en el mar. Después de merendar, nos reunimos todos los romeros en el raso de la ermita. ¡Eh, Shanti, hay que bailar! me dijeron varios viejos pescadores, algunos dándome una palmada en el hombre. Ya lo creo, bailaremos.

Yo me senté entre los patrones y tomamos café y ron. Shempelar, el del astillero, sacó a relucir una canción que se repitió hasta el mareo. La gracia de la canción consistía principalmente en que se refería a un capitán piloto y se hablaba de un Shanti. En el fondo, la canción no decía nada; ¿pero eso qué importa? Casi siempre, y aunque parezca absurdo, cuando menos dice una canción es mejor.

Quizá mi sino era morir asi, en el mar, de héroe, y que los chicos de mi pueblo hablaran de Shanti Andía como de un personaje de leyenda. La primera impresión al entrar en el bote fué de sofocación; los sudestes y Ciras de los pescadores echaban un olor, mezcla de aceite de linaza, de pescado frito y de agua de mar, muy desagradable.

Yo me decidí a intentar bailar el fandango al son del tamboril; pero, como no sabía mover los pies, hice que se rieran de las mujeres y los hombres. ¡Bravo, Shanti! ¡Bravo! me gritaban los viejos pescadores, que se acercaron a mirarme todos en fila, con las manos metídas en los bolsillos del pantalón. Creo que estoy bailando como un lobo de mar le dije a Mary. Ella no pudo contener la risa.

La canción era así: Ni naiz capitán pillotu Neri bear rait obeditu Buruban jartzen batzait neri Bombillun bat, eta Bombillum bi Eragiyoc Shanti Arraun orí.

¿Pero qué otro objeto podía tener? pregunté yo. ¡Quién sabe, Shanti, quién sabe! me dijeron. Alguno llegó a manifestar la sospecha de si Machín no habría salido con su barco con la idea de hacernos naufragar. No era posible convencerles de otra cosa y los dejé. A un marinero, y a un marinero vascongado, no se le convence nunca de nada.