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Las casas medio sepultadas echaban a duras penas por su chimenea, cubierta de finas cremas y cristalinos picachos, un chorro de humo que subía lentamente a manchar el cielo y se resolvía en el pesado gris de la atmósfera como masas de tinta arrojadas en un inmenso mar de almidón.

Otra singularidad de aquellas gentes sepultadas entre montes de los más elevados de la cordillera: llaman «la Montaña» a la tierra llana, a los valles de la costa, y «montañeses» a sus habitantes. Una de las primeras personas con quienes me puse «al habla» en aquella ocasión, fue un hombre que resultó muy original.

Sus entrañas fueron sepultadas en el Presbiterio de la Santa Iglesia Catedral de Teruel, y su cuerpo fue trasladado a Zaragoza a la Iglesia del Pilar y colocado en la capilla de San Miguel, que había sido construida a sus espensas.

Al ver y tratar a la cordobesa del día, acuden a mi imaginación las ya casi borradas especies que desde mi niñez y primera juventud, harto lejanas por desgracia, dormían o estaban sepultadas en mi mente, de la cordobesa del primer tercio de este siglo. La disparidad entre el recuerdo y la impresión presente me confunden un poco.

Hacia el Norte, entre prados de terciopelo tupido, de un verde obscuro, fuerte, se levantaba la blanca fábrica que con sumas fabulosas construían las Salesas, por ahora arrinconadas dentro de Vetusta, cerca de los vertederos de la Encimada, casi sepultadas en las cloacas, en una casa vieja, que tenía por iglesia un oratorio mezquino.

Entre ellos no se cambia un solo vocablo, aunque el fogón esté apagado y nunca llegue la hora de poner la mesa. Y es que los sin ventura están resignados a no comer, mejor dicho, han perdido la saludable costumbre de comer. Estas vidas están sepultadas en el «in pace» de todas las renunciaciones.

Tres casas y buhios se dejaron, Con docientas hanegas bien colmadas De maiz, y otras cosas que se hallaron, Y estaban la tierra sepultadas. Los soldados las casas les quemaron, Y fueran con los nuestros ya quemadas, De un indio que lo andaba maquinando, Si no estuviera Arevalo velando.

Pues diré que últimamente me paseaba sobre el grandísimo montón de tierra que yo había echado sobre aquellas penas sepultadas.... Algunas veces no iba segura, porque me parecía que sentía moverse debajo de mis pies la tierra... pero yo, valiente como debía serlo, daba golpes con los pies y todo se quedaba entonces quieto.... ¿Ve usted qué pamplinas?...

Lo siento a par del alma, señor marqués; puede creerme que hace tiempo no tuve un disgusto igual. El marqués se detuvo, con las manos sepultadas en los bolsillos. Leria, leria... murmuró . Es preciso hacerse cargo de lo que es la juventud y la robustez.... No me predique un sermón, no me pida imposibles. ¡Qué demonio!, el que más y el que menos es hombre como todos.

¿Quién habia de imaginarse que las reliquias de los palacios mas sorprendentes que vió la España musulmana estaban sepultadas en una dehesa de un mayorazgo , de la cual ya nadie se acordaba ni aun para esclarecer la duda que habian dejado en pié los anticuarios de los siglos XVI y XVII? Y sin embargo, la compilacion de historias de la España árabe hecha por Ahmed Al-Makkarí, vulgarizada en Europa desde el año 1840 por la laboriosidad de otro arabista distinguido , nos estaba revelando lo que en aquel abandonado campo debiamos prometernos.