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D. Salvador ahuecó la voz, hizo bocina con sus manos y empezó a gritar lo más fuerte que pudo: «¡Párese, amigo!». El amigo seguía impertérrito su marcha, pero la distancia que los separaba disminuía rápidamente. D. Salvador gritaba, silbaba, producía todos los ruidos imaginables sin éxito ninguno.

»Sentíame satisfecha y orgullosa; acostumbrada a obedecer, me complacía en ejercer mi poder absoluto sobre Carlos, cuya dureza templaba mi edad, porque frecuentemente le tomaba como compañero en mis juegos; y en las horas de recreo, la señora y el paje olvidaban la distancia que los separaba.

Parecía trastornada, enferma, su respiración anhelante tomaba a veces el estertor del sollozo; inclinaba la cabeza sobre un hombro y desahogaba su pecho con suspiros interminables. El joven callaba obediente, temiendo que el recuerdo de su torpe audacia surgiera de nuevo en la conversación, sin ánimo para acortar la distancia que les separaba en el banco.

Diez minutos después, cuando llegaron jadeantes a lo alto de la roca, vieron, a mil quinientos metros por debajo de ellos, la columna enemiga, que se componía de unos tres mil hombres, luciendo amplios uniformes blancos, obscuros correajes, polainas de paño, los chacós muy anchos y los bigotes rojos; los oficiales, con gorras de plato, marchaban en el espacio que separaba unas compañías de otras, contoneándose a caballo, con la espada en la mano y volviéndose de vez en cuando, para gritar con voz aguda: Worwaerts!, worwaerts! .

La primera idea que atravesó su mente fue la de un crimen. En sus músculos sintió estremecerse una fuerza centuplicada por la rabia. Preguntose por qué con sus manos no rompía el obstáculo tan sutil que la separaba de su dicha, y por un instante fue la hermana de aquellas Thyades que desgarraban en pedazos los leones y los tigres vivos.

La monotonía y la uniformidad de la vida habían hecho que el tiempo pareciese que pasaba con inaguantable lentitud, según iba pasando; pero, pasado ya, transcurridos los cuarenta años de convento, Fray Miguel volvía la vista atrás y no veía el larguísimo camino que había seguido y la enorme distancia que del punto de partida le separaba.

La imaginación de Lázaro midió rápidamente el abismo que en ideas y sentimientos le separaba de su tío. Pero se sentía dominado por él, y no podía contradecirle. Aquí continuó el fanático con su espantosa burla, aquí puedes hablar á tus anchas: nadie te molestará. Lo que puede ocurrir es que te crean loco y te lleven á un manicomio. Allí debiera estar media España.

La riqueza del Estado cordobés procedia principalmente del producto de los impuestos, de los despojos de los vencidos, y de las limosnas que á los Muslimes imponia la Sunnah. Del botín de guerra se separaba un quinto, que se llamaba la parte del Califa: lo demas se repartia entre los gefes y soldados.

La distancia que los separaba era retrospectiva; estaba en los antepasados. La población creía que, en gracia de la belleza, el dinero y la brillante educación de la joven, el conde de Onís se hallaba en el caso de olvidar los doscientos gañanes que la habían precedido.

Regresaba del teatro y subía de prisa la escalera, seguida de la doncella, que por llevar un lío de ropa andaba más despacio, cuando al llegar al descansillo que separaba dos tramos, vio a un hombre que, palmatoria en mano, entraba rápidamente en una habitación.