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No lloraba, pero su grotesca obesidad agitábase con los estremecimientos del niño que hace esfuerzos para tragarse las lágrimas. Pero se le ocurrió a un desalmado de larga historia dejarse coger; lo sentenciaron a muerte y hube de entrar en funciones cuando ya casi había olvidado cuál era mi oficio. ¡Qué día aquél! Nos pusieron en moda. ¡Pero qué moda!

Por seis ducados se apartó de la querella el herido; en diez, y en el asno y las costas, sentenciaron al Asturiano.

En una ocasión, sin embargo, cumpliendo las leyes rigurosas del juego, sentenciaron a Cecilia a dar un beso al joven Castelnau. La joven se puso de pie... ¡En aquel instante, yo fallaba a mi compañero un ocho de copas que era rey!... Hizo un ademán de impaciencia; ¿qué me importaba?

En cuanto al criminal, aunque lo sentenciaron á ser entregado al brazo secular para quitarle la vida, se probó que estaba loco, y lo encerraron en el convento de San Juan, en donde se dice que murió por los años de 1678. Para que este succeso fuese todavía más digno de llamar la atención, vino á unirse á él lo extraordinario del siguiente cuento que consigna cándidamente Góngora.

Los domingos iban como en peregrinación hombres y mujeres á la cárcel de Valencia para contemplar á través de los barrotes al pobre «libertador», cada vez más enjuto, con los ojos hundidos y la mirada inquieta. Llegó la vista del proceso, y le sentenciaron á muerte.