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Si alguna tarde lograba escaparse y subir a las boardillas, se entretenía en tirar cáscaras de nueces a los balcones de Nazaria que fronteros de la fachada del colegio estaban, o en disparar peladillas contra la cojuela, que solía sentarse por las tardes en la puerta de la carnecería, templum mantecationis.

¿Viene usted de su castillo de San Cristóbal? preguntó Manuel a don Modesto, después de los primeros cumplidos y de haberle convidado a sentarse en el apoyo, que también servía de asiento a Stein . Bien podía usted empeñarse con mi madre, que es tan buena cristiana, para que rogase al Santo Bendito que reedificase las paredes del fuerte, al revés de lo que hizo Josué con las del otro.

Todos sentían un deseo de exteriorizar el regocijo de la calma. Ojeda tomó su café solo. Isidro, que acababa de sentarse junto a él, huyó al ver asomar una cabeza sonriente en la ventana inmediata. ¡Lo mismo que él! La vida en este buque era semejante a las vueltas de una rueda.

Los otros los guardaría seguramente abajo como un recuerdo. Muchos querían examinarlos para apreciar los destrozos del proyectil. Las mujeres, con súbita inquietud, le obligaban a sentarse al lado de ellas. No haga locuras, Maltranita; tenga cuidado. Las heridas en los pies, por insignificantes que parezcan, traen a veces malos resultados.

Con todo esto, tiraba de su brazo, por ver si podía soltarse; mas él estaba tan bien asido, que todas sus pruebas fueron en vano. Bien es verdad que tiraba con tiento, porque Rocinante no se moviese; y, aunque él quisiera sentarse y ponerse en la silla, no podía sino estar en pie, o arrancarse la mano.

No tardó en representársele que aquél era un goce de los sentidos, y haciendo un gesto de desdén, fue a sentarse en el ángulo más oscuro de la estancia. Sólo renunciando a los placeres, sólo buscando el sufrimiento y señoreando sus sentidos había llegado a aquel estado de beatitud, de sublime indiferencia.

Una vez en posesión del libro apetecido, nuestro mancebo corría a sentarse al lado de la chimenea y se dejaba tostar las pantorrillas, mientras el cerebro navegaba por los mares ignotos de la metafísica; primero faltaría el sol en su carrera, que nuestro estudiante en una de las butacas de terciopelo carmesí del Ateneo.

Esta se vio algo confusa, sin saber cómo salir de aquel atolladero. «¡Ah!, ¿era usted?... No la esperaba... Pase y tome asiento». Fortunata, que iba vestida con mucha sencillez, entró como entraría una planchadora que va a entregar la ropa. Avanzaba tímidamente, deteniéndose a cada palabra del saludo, y fue preciso que Guillermina la mandase dos o tres veces sentarse para que lo hiciera.

Aunque en esta ocasión se mataban pocas perdices, Gonzalo apetecía su compañía como la de un agradable y simpático camarada. La joven nunca se confesaba fatigada; pero él, adivinándolo en su marcha vacilante, daba el alto, la obligaba a sentarse, y se hacía el distraído charlando, a fin de que durase más el descanso.

Todo lo cual valió al pobre sacerdote una tempestad de murmullos, entre los cuales tuvo que sentarse, abandonando en seguida el salón, por no autorizar con su presencia la discusión de un punto para él indiscutible.