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Se le llenaron de lágrimas los ojos. «Bien decían en el Seminario murmuró con despecho que soy muy apocado y muy... así..., como las mujeres, que por todo se afectan. ¡Vaya un sacerdote ordenado de misa! Si tengo tal afición a chiquillos, no debí abrazar la carrera que abracé.

En el fondo de su ser existía también, sin que él mismo se diera cuenta de ello, cierta repugnancia a la vida sociable y regalona de los canónigos. Gil era un místico. Había tenido la fortuna de tropezar, en el rector del seminario, con un hombre de una piedad exaltada, con un orador elocuente, apasionado, genial, un verdadero apóstol.

Aquel suceso tuvo un historiador como no se conoce otro en el mundo, el padre Garau, santo jesuita, pozo de ciencia teológica, rector del Seminario de Monte-Sión, donde ahora está el Instituto, autor del libro La fe triunfante, un monumento literario que no vendo por todo el dinero del mundo. Aquí está: me acompaña a todas partes.

Pasaron después insensiblemente a interrogarle acerca de su infancia, de las primeras impresiones de su vida, de su educación, y se detuvieron particularmente en la adolescencia. ¿Cuál era su vida en el seminario? ¿Cuál su régimen de alimentación? ¿Era aficionado a la soledad? ¿Qué enfermedades había padecido? Enteráronse también de algunas particularidades referentes a su familia.

Por esto no se impresionó gran cosa con la muerte de su padre. Desgracias de mayor gravedad traían preocupado al seminarista. Eran los tiempos de la revolución de septiembre. En la catedral y el Seminario había gran revuelo, comentándose de la mañana a la noche las noticias de Madrid. La España tradicional y sana, la de los grandes recuerdos históricos, se venía abajo.

La vocación de la filosofía teológica y el prurito de la controversia habían nacido ya en el seminario; su espíritu se había empapado allí de la pasión de escuela, que suple muchas veces al entusiasmo de la verdadera fe. La experiencia de la vida había despertado su afición a los estudios morales.

Pero había que sacarle de San Marcos; lo aseguraba Paula, el mozo lo deseaba, y sobre todo la salud quebrantada del aprendiz de jesuita lo exigía. Se le sacó y entró en el Seminario, a terminar la teología.

Ahora, si no fuese por la jubilación, ignoro cómo viviríamos. En fin, para concluir, cuando don Tadeo nos escribió que Tirso quería ser cura, ya le había metido en el Seminario. ¿Qué íbamos a hacer? Aunque tuviera yo más energía que un león... pues: ¡aguantarme! ¡Cualquiera se arrisca a luchar con gente de iglesia!... Al llegar aquí calló, temeroso de que se le fuera la lengua.

La infancia de Sinforoso estaba poblada de estos recuerdos poéticos. Cuando llegó a la pubertad, como mostrase singular destreza para aprender sus lecciones, el Perinolo se persuadió a que no estaba llamado a sustentar la zapatería cuando él fuese muerto, sino a ser firme columna de la Iglesia Romana. Faltábanle medios para mandarle al seminario de Lancia.

¿Conque el señor es ese hermano de quien tanto me ha hablado usted? dijo al oír la presentación que hacía Esteban. Tendió su mano a Gabriel amistosamente. Los dos eran de aspecto enfermizo: el desequilibrio orgánico parecía atraerles fraternalmente. Ya que el señor ha estudiado en el Seminario dijo el maestro de capilla , conocerá algo de música. Es lo único que recuerdo de aquellas enseñanzas.