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Anduvo, pues, el triste y afligido Mendieta, algunos dias de esta suerte, Confuso, sin favor, aborrecido, Y aun temeroso mucho de la muerte. En esto su proceso concluido, Echáronle en prision segura y fuerte, Con fin de despacharle preso á España: Y oid de aqueste hecho una maraña.

Cuando el velo que oscurecía mis párpados comenzó a despejarse y pude observar distintamente las facciones de Adela, noté que ella se extrañaba de mi proposición y, a decir verdad, yo también me extrañé de mi proposición, pero se la repetí, sin duda, con voz más segura.

Desde hacía muchos años, su pensamiento se había acostumbrado a gozar con la presencia de María Teresa, y la influencia misteriosa de la joven se afirmaba en él de una manera lenta, oscura, inconsciente, pero segura.

Además, presumía muy bien que la renta que en Sarrió les permitía vivir como los primeros, en Madrid no bastaría a sustentarlos en el mismo pie, sobre todo, dada la inclinación de su mujer al boato. Venturita, sin embargo, estaba tan segura de vencer esta resistencia, que no hablaba siquiera del asunto, meditando la época y la forma en que habían de irse.

A pesar de mis pocos años, me hallaba en disposición de comprender la gravedad del suceso, y por primera vez, después que existía, altas concepciones, elevadas imágenes y generosos pensamientos ocuparon mi mente. La persuasión de la victoria estaba tan arraigada en mi ánimo, que me inspiraban cierta lástima los ingleses, y les admiraba al verles buscar con tanto afán una muerte segura.

Frontero es Buenos Aires ya poblado, Y del sur importuno resguardado. De ancho nueve leguas ó mas tiene El rio por aquí, y muy hondable. La nave hasta aquí segura viene: Que como el ancho mar es navegable, Pasado este parage le conviene Al piloto mirar el gobernable, En la mano llevando siempre sonda, O seguir la canal que va bien honda.

¡Si estaría segura!... Por eso repuso, mirando hondamente al estanciero: ¿Llegar a quererlo?... Creo que antes me hubiera enamorado de un títere o de un árbol... ¡Puede usted creerme! Había que creerla... ¡Feliz don Mariano!... ¿Conque el capitán Pérez era como un títere o un árbol?... ¡Oh don Mariano, mil veces feliz!

Mucho tiene que decir... Mire usted... agita los pies... No parece que está muy a sus anchas... Lo creo... Si confiesa la mitad de lo que tiene de qué acusarse, tendrá para toda la mañana. ¡Es posible!... Es verdad entonces lo que se dice... Vaya si es verdad. ¿Está usted segura de que el capitán Clarmont?... Está todo el día metido en su casa...

Esta y Encarnación, que alzó en sus brazos a Riquín, se colocaron en la embocadura del callejón de San Ginés, lugar donde no era grande la aglomeración de gente, con la ventaja de una retirada segura en caso de corrida o apretujones. «Todavía es temprano.

Y sin embargo, hubo público bobalicón que llamara a la escena al asesino poeta y que, en vez de tirarle los bancos a la cabeza, le arrojara coronitas de laurel hechizo. Verdad es que, por esos tiempos, no era yo el único malaventurado que con fenomenales producciones desacreditaba el teatro nacional, ilustrado por las buenas comedias de Pardo y de Segura.