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En el largo trayecto de la Cava al cementerio, que era uno de los del Sur, Segismundo contó al buen Ponce todo lo que sabía de la historia de Fortunata, que no era poco, sin omitir lo último, que era sin duda lo mejor; a lo que dijo el eximio sentenciador de obras literarias, que había allí elementos para un drama o novela, aunque a su parecer, el tejido artístico no resultaría vistoso sino introduciendo ciertas urdimbres de todo punto necesarias para que la vulgaridad de la vida pudiese convertirse en materia estética.

Viendo en esto que entraba Rubín, dio otro giro a su charla. «Aquí le estaba diciendo a su cara mitad, que le voy a dar unas píldoras... ¡Dios, qué píldoras!». ¿Para ella? No hombre, para usted. ¿Y de qué son? Bueno va; ya quiere saber de qué son. Carambita, cuando uno discurre algo nuevo, debe reservarse el secreto. Es un específico. Este Segismundo está ido dijo Fortunata . Vámonos.

La chica trajo un vaso con cucharilla, y Fortunata tomó la antiespasmódica. «¡Qué bueno es usted, Segismundo! ¡Qué agradecida estoy a lo que hace por !». Todo y mucho más se lo merece usted, carambita replicó el farmacéutico con efusión de cariño . Hemos de ser muy amigos.

Poco a poco fue tomando el dolor de Segismundo acentos más tranquilos, y sentado a la cabecera del lecho mortuorio, habló con la santa de un asunto que necesariamente y por la fuerza de la realidad se imponía. «¡Ah!, no señora; dispense usted. Los gastos del entierro los pago yo. Quiero tener esa satisfacción. No me la quite usted, por Dios...».

La criatura seguía alborotando, y su madre se quejaba de un desasosiego que no podía explicar. «¡Cuánto siento que se haya ido Segismundo!

Segismundo había llamado a Guillermina desde la puerta de la alcoba. Allí cuchichearon algo referente a Fortunata, y habiéndole preguntado a la santa su parecer respecto al joven Rubín, la fundadora se expresó de este modo: «Lo último que me ha dicho es el colmo de la sabiduría y de la cordura; pero...». No las tiene usted todas consigo... Ni yo tampoco. ix

El buen Segismundo se esforzaba en tranquilizarla sobre este particular, y habiendo observado que el recuerdo de otras personas excitaba y encendía su ánimo favorablemente, le habló de doña Guillermina y de su hermosa vida. «¿Sabe lo que me dijo al salir?

Ballester, atento a serle agradable, mandó a Encarnación por la leche, y Guillermina se despidió para retirarse en el momento en que entraba Plácido, que había subido presuroso y lleno de oficiosidad a ponerse a sus órdenes. Segismundo observaba a su amiga, y a la verdad, no le parecía su estado muy católico.

El aviso de la visita de la santa calmó bastante a la madre; pero no al hijo, que no entendía aún ni jota de santidades. Presentose la dama a las nueve, acompañada de Estupiñá; y después de saludar a Segunda como si fuera esta la señora más encopetada, pasó, y antes de decir nada a la que fue su amiga, examinó bien a Juan Evaristo Segismundo.

En una caja de latón, entre yerba, guardaba como oro en paño, un objeto, que a primera vista se le antojó a Mesía una serpiente; en efecto, yacía enroscado y era verdinegro el bulto.... No había que temer... don Víctor domaba fieras; aquello era la cadena que él había arrastrado representando el Segismundo de La vida es sueño, en el primer acto.