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Era Doña Francisca una señora excelente, ejemplar, de noble origen, devota y temerosa de Dios, como todas las hembras de aquel tiempo; caritativa y discreta, pero con el más arisco y endemoniado genio que he conocido en mi vida.

Calla, tonta, que lo dije por oirte: ¡miá qué me importará á el día de mañana vestirte como una señora prencipal!... ¿eh, madre?

¡Francisca! protestó la señora de Dumais que llegó con la abuela adonde estábamos nosotras. La abuela sonrió con expresión equívoca, pues no aprecia el carácter libre de que se jacta Francisca. Pertenece ésta, en efecto, a un género poco conforme con las sanas tradiciones, que son las que gustan a la abuela y a sus amigas. No hay, pues, ninguna más criticada ni vigilada que mi pobre Francisca.

Se enteró minuciosamente de cómo había vuelto Salvatierra del presidio y de sus futuros planes de vida. Yo iré a verle cuando pueda dijo bajando la voz, cuando el amo no se entere... Ayer tuvimos gran fiesta en la iglesia de los jesuitas y por la tarde fui con mis niñas a visitar a la señora... Ya que pasasteis bien el día. Me lo han dicho aquí, en la bodega.

Cuando volvió a su casa, llamó a su mujer y le dijo solemnemente: Juana: la patria reclama mi cooperación, y necesito hacer por ella el sacrificio de prestársela. ¿Que la patria te reclama..., qué?... preguntó la oronda señora, dudando si la palabrilla se comía o se sembraba. Que el país desea que yo le represente en las Cortes añadió don Simón con parsimonia. ¿Y qué es eso?

»Leonela tomó, como se ha dicho, la sangre a su señora, que no era más de aquello que bastó para acreditar su embuste; y, lavando con un poco de vino la herida, se la ató lo mejor que supo, diciendo tales razones, en tanto que la curaba, que, aunque no hubieran precedido otras, bastaran a hacer creer a Anselmo que tenía en Camila un simulacro de la honestidad. »Juntáronse a las palabras de Leonela otras de Camila, llamándose cobarde y de poco ánimo, pues le había faltado al tiempo que fuera más necesario tenerle, para quitarse la vida, que tan aborrecida tenía.

Estas cosas no hacen daño y dan prestigio. Déjeme a , que conozco la vida... ¿Que no le interesa a usted esa señora? No importa; siempre es bueno adquirir importancia a los ojos de una mujer... Está bien; no se irrite. Beba un poco.

, el Escorial me ha probado siempre bien repuso la señora sin apartar su mirada distraída del horizonte. ¿Por qué no viene más a menudo? se atrevió a preguntar la mimada doncellita. Elena no contestó. Al cabo de un rato apartó los ojos del paisaje y los volvió al armario de espejo que tenía delante.

En la primera de las banquetas de detrás, María Valdivieso, Paco Vélez y Gorito Sardona reían a carcajadas, disputándose el honor de soplar con alientos de buzo en la sonora corneta, avisando a los pacíficos aldeanos y a los mensurados bueyes, a las modestas cestas de camino y a las chillonas carretas cargadas de helechos, que se quitasen de en medio, que se echasen a un lado y se tirasen todos de cabeza por cualquier barranco, porque el mail-coach, con seis caballos, de la excelentísima señora condesa de Albornoz, necesitaba libre toda la carretera de Guipúzcoa.

Era cochero de mi tía, y cuando Alejandro empuñaba las riendas de la calesa de la señora de Berrotarán, los tordillos negros de mi tía, al tomar el trote largo, eran la pareja más famosa que por aquellos tiempos trotaba en la calle de la Florida y en el camino de Palermo.