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Púsose el ropón de satén blanco, confeccionado por las manos de su madre, y sobre éste la alta y puntiaguda caperuza de terciopelo verde, que descendía sobre sus hombros formando una máscara y se prolongaba hasta más abajo de las rodillas, a modo de casulla. A un lado del pecho, el escudo de la cofradía estaba bordado con rica y minuciosa profusión de colores.

Manos que no la conocían habían violado el secreto de su cuerpo... de aquel cuerpo que le despertaba por las mañanas con su roce de satén, cuando ella pasaba a gatas por encima de él para levantarse, poniendo un instante sus ojos sobre los suyos, confundiéndose las respiraciones de los dos.

Hallábase Jacinta en un sitio que era su casa y no era su casa... Todo estaba forrado de un satén blanco con flores que el día anterior había visto ella y Barbarita en casa de Sobrino... Estaba sentada en un puff y por las rodillas se le subía un muchacho lindísimo, que primero le cogía la cara, después le metía la mano en el pecho. «Quita, quita... eso es caca... ¡qué asco!... cosa fea, es para el gato...». Pero el muchacho no se daba a partido.

La Marquesa tendida en una silla larga, forrada de satén, estaba en la galería de su gabinete respirando con delicia el aire fresco de la calle. Se disputaba a gritos. Cerca de ella, triunfante, en pie, con un abanico de nácar en la mano derecha, dándose aire voluptuosamente, ostentaba Glocester su buena figura torcida.

El famoso vestido nuevo que había motivado el retraso de Camila Liénard era negro y guarnecido con cintas malva; Delaberge, acostumbrado a los refinamientos de la elegancia parisiense, hubo de confesarse que la modista hubiera podido emplear mejor el tiempo. El cuerpo, que era de satén, no favorecía mucho al talle de la dama, el cual parecía no obstante bien contorneado.