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Oyose un estruendo horrible debajo; saltaron trozos de abetos en infinitas direcciones, y la enorme piedra rebotó a unos cien pasos con nuevo ímpetu, descendió luego una rápida pendiente, y de un último salto fue a caer sobre Yégof, aplastándole a los mismos pies del general enemigo. Todo ello fue obra de escasos segundos.

¿Cómo? Maniatado para siempre, porque ya no podré combatir contra Vds. Me han desarmado con su hidalguía más que 115 con su valor. Sólo hemos hecho lo que merece Vd., Aliatar. Es Vd. uno de los más nobles de su raza. Les aseguro que mis soldados no volverán a invadir sus dominios. 120 Dicho esto, Aliatar saltó de su caballo, cogió de su brida a Leal y se lo presentó a Gómez de Aguilar.

¡Hebreo! exclamó la tía María . ¡Virgen Santa! ¿Si será judío? En aquel momento, Stein, que había estado largo tiempo aletargado, abrió los ojos y dijo en alemán: Gott, wo bin ich? La tía María se puso de un salto en medio del cuarto. El hermano Gabriel dejó caer los libros, y se quedó hecho una piedra, abriendo los ojos tan grandes como sus espejuelos. ¿Qué ha hablado? preguntó la tía María.

Al verlo, todo cansancio desapareció de mi cuerpo; sentí como si una nueva oleada de sangre se hubiera esparcido en mis venas, y de un salto me levanté para ir a su encuentro. Procura descansar un poco dijo él, bajando hacia la mirada de sus ojos cansados, hinchados por las lágrimas. Vas a necesitar de todas tus fuerzas.

El corazón le dio un salto; él sabría por qué; y sin vacilar, apoyó los pies en la paredilla de guijarros, cubierta de musgo, que separaba el prado del arroyo, apartó las ramas, se agarró fuertemente a una más gruesa que las otras, y dando un brinco, cayó sobre el césped mullido de una muy hermosa pradera. El paisano, que encorvándose liaba un hacecillo de varas, levantó la cabeza sorprendido.

Y elevando el tono casi hasta lo patético, saltó de repente con esto: «No me vuelvo atrás de nada de lo que he dicho a usted en otras ocasiones». Como ella aparentase no interesarse en este giro de la conversación, volvió Ballester a tomar el tono fraternal de esta manera. «Me voy a permitir hablar a Quevedo.

Su caballo no llevaba ímpetu bastante y hubiera caído en ella, si el Padre, conociéndolo, no hubiera llegado en sazón, excitando el caballo con el látigo, y con el ejemplo, porque saltó primero.

Miró a todas partes en busca de algo, y, percibiendo el balcón entreabierto, se lanzó hacia él. Abrió. Vió correr entre los árboles una cosa blanca, el bulto de un hombre en mangas de camisa. No se descolgó. Saltó de un brinco al jardín, y corrió hacia él como una saeta. Mas el hombre ya llegaba a la puerta de hierro, la abría, desaparecía.

¿Quién es ese caballero? le preguntó Elena. No te lo he presentado porque estabas muy distraída... Es el conde de Peñarrubia. ¿Tu marido? exclamó Elena dando un salto en la butaca.

Subí por una cuerda y llegué al cadáver. Al estar junto a él me estremecí; una cosa saltó sobre mis hombros. Era la mona Mari-Zancos, acurrucada en los hombros del ahorcado.