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Toda la ciudad, mi tía, toda la ciudad. ¿Las tropas? , mi tía; toda la guarnición con la música. La señora de Saint-Cast hizo oir un gemido y agregó: ¿Y los bomberos? Los bomberos también, mi tía, sin duda alguna.

Nadie la desprecia por eso, señora respondía la señora de Saint-Cast seguramente que no, pero es muy cierto, que entre ser rico ó pobre hay una terrible diferencia. Vea ahí al general, que puede decirle algo de eso; él no tenía absolutamente otra cosa que su espada cuando se casó conmigo, y no es con una espada con lo que se pone manteca en la sopa, ¿no es verdad, señora?

No tenía usted nada cuando nos casamos, general continuó la señora de Saint-Cast ¿espero que no tratará de negarlo? Usted lo ha dicho ya murmuró el general.

Rehusando obstinadamente la señora de Aubry á probarlo sola, la señora de Saint-Cast se había dejado persuadir que Dios quería que también ella bebiese un poco de vino de España con un bizcochito. No se brindó por la salud del general. Ayer por la mañana, la señora de Laroque y su hija, estrictamente vestidas de luto, montaron en carruaje: yo tomé un lugar á su lado.

Ignoro lo que este último detalle podría tener de particularmente desgarrador para el corazón de la señora de Saint-Cast, pero no pudo resistir á él; un desmayo súbito, acompañado de un vahido infantíl llamó á su alrededor todos los recursos de la sensibilidad femenil y nos proporcionó la ocasión de retirarnos. Yo por mi parte no tuvo reparo en aprovecharme de ella.

Señor, el señor de Saint-Cast ha muerto. Esta noticia que aquel singular anciano había querido darme él mismo, era exacta. En la noche precedente, el pobre general de Saint-Cast había sido atacado de una fuerte aplopegía, y una hora después era arrebatado á la existencia opulenta y deliciosa, que debía á su señora.

En el centro de una fúnebre media luz, distinguí sobre un canapé de mil doscientos francos, la sombra inconsolable de la señora de Saint-Cast, envuelta en amplios crespones, cuyo precio no tardaremos en conocer. A su lado se hallaba la señora de Aubry presentando la imagen de la más intensa postración física y moral. Una media docena de parientas y de amigas completaban aquel grupo doloroso.

Un día, la señorita de Porhoet, cansada de esa incesante burla, le dijo delante de mi: Querida mía, se ha posesionado del corazón de usted, hace algún tiempo, un demonio que haría bien en exorcizar lo más pronto posible; de otro modo, acabará usted por formar una homogénea trinidad con las señoras de Aubry y de Saint-Cast; quiero advertírselo bien claro.

¿Se acabó todo? respondió la viuda con el mismo tono quejumbroso y lánguido. , mi tía respondió con acento breve y deliberado el joven Arturo, que parece un mozo bastante satisfecho de mismo. Hubo una pausa; en seguida la señora de Saint-Cast sacó del fondo de su alma expirante esta nueva serie de preguntas: ¿Estuvo bueno? Muy bueno, tía, muy bueno. ¿Mucha gente?

Después de lo cual habiéndose sentado á la mesa habían recobrado fuerzas muy tranquilamente. Vamos, coma usted, señora; es menester sustentarse, Dios lo quiere así decía la señora de Aubry. A los postres, la señora de Saint-Cast hizo subir una botella de un vinillo de España que el pobre general adoraba, en consideración á lo cual suplicaba á la señora Aubry lo probara.