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Hasta el tío Caragòl sacaba su cara episcopal por la puerta de la cocina, llevándose una mano cerrada en forma de telescopio á uno de sus ojos, sin llegar á distinguir claramente la anunciada maravilla.

Ya las flexibles manos del cominero acariciaban la parte por donde la tapa del doble fondo se levantaba. Rosalía invocó a todos los santos, a todas las Vírgenes, a la Santísima Trinidad, y aun se cree que hizo alguna promesa a Santa Rita si la sacaba en bien de aquel apuro.

No se oía nada; un zumbido colosal de colmena en momentos de mudanza, que le sacaba de quicio, poniéndole nervioso. ¡Pero que siendo tantas no haya una sola que calle! exclamó hecho un basilisco; y el señor Pulido, sin perder su pausa, con filosófica profundidad, replicó muy bajito: Las prefiero hablando, Pepe... Callar sería contra naturaleza.

Poco a poco hemos ido intimando, y toda la inquina que le tenía se ha evaporado. Es tan honradito el pobre Ponce, que todo lo que escribe es de conciencia, y hasta cuando elogió el dramón aquel que a me sacaba de quicio, lo hizo porque le salía de dentro.

Todas se lavaban la cara y las manos, riñendo por el agua, cuestionando sobre si me quitaste la toalla o si esa es mi agua. «Que no, que mi agua es esta». Otra sacaba de debajo de la cama un zoquete de pan y empezaba a comérselo. «¡Ay, qué hambre tengo...!, con estos calores, cuidado que suda una; no se puede vivir... ¡Y ponerse ahora la toca!».

Su pensamiento permaneció puro hasta aquella terrible hora de media noche. En ella el sentimiento, solo, luchaba con el mal deseo. Cada día sacaba del fondo de su naturaleza sana y vigorosa nuevos recursos para eliminar el virus, o, por lo menos, para contenerlo y hacerlo inofensivo: por eso se desterró al extranjero, por eso en el momento en que vio tu casa pensó en huir lo más pronto.

¡Ay!, yo iba a ver si te sacaba la cartera sin que me sintieses... Vaya con la descuidera... ¡Quia!, si no ... Esto quien lo hace bien es Guillermina, que le saca a Manolo Moreno las pesetas del bolsillo del chaleco sin que él lo sienta... A ver... Jacinta, dueña ya de la cartera, la abrió. ¿Te enfadarías si te quito este billete de veinte duros? ¿Te hace falta? No por cierto.

Y en esta violencia cifraba nuestro marqués un poquito de orgullo, pensando con deleite y dolor al mismo tiempo en los esfuerzos que la nueva esposa de Jesús haría para arrancar las raíces de afecto tan sólido y antiguo. Mas por entre el hermoso follaje de estos pensamientos, más o menos consoladores, sacaba no pocas veces su odiosa cabeza una idea triste y cruel.

A punto que pasaba por frente a la puerta del cuarto de vestir, interrumpiendo el paso a un indio, que sacaba en las manos cuidadosamente, por orden que le había dado Juan, una cesta cargada de armas, vio, viniendo hacia ella del brazo, solos, en pleno luz de plata, en mitad del bosquecillo de flores que había a la entrada de la sala, a Juan y a Sol, a la hermosísima pareja.

Las blancas tocas y la singular corpulencia denunciaban a doña Alvarez. Cada vez sacaba fuera mayor parte del busto, cobrando confianza. Por fin, chistó quedo, muy quedo, varias veces. Nadie respondía. El postigo cerrose.