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Estas conversaciones me enamoran dijo el condesito de Rumblar . Me estaría toda la noche oyendo a este hombre, sin cansarme. Ya, ya voy aprendiendo muchas cosas que no sabía. Así, aquella fantasía encerrada en el capullo de una educación mezquina, agujeraba con entusiasmo su encierro, porque había vislumbrado fuera alguna cosa que tenía la fascinación de lo nuevo.

Don Paco era un gran pendolista, que pudiera competir con esos colosos de la Caligrafía: Torío el Sublime y Palomares el Divino, y hasta con el moderno Iturzaeta; habilidad que en parte había transmitido a su discípulo, pues las planas del heredero de Rumblar llenaban de admiración al señor Obispo de Guadix cuando iba a pasar unos días en la casa.

Madre e hijo conferenciaron a solas un rato allá dentro, y por fin la señora se dignó ordenar que me llevaran a su presencia. Estaba la de Rumblar en la sala acompañada de sus dos hijas. La madre tenía en el altanero semblante la huella de la gran pesadumbre y borrasca del día anterior, y la penosa impresión se traslucía en una especie de repentino envejecimiento.

Lord Gray abriendo los ojos, con voz débil habló así: ¡Doña María! ¿Por qué tomaste la figura de este amigo?... Si tu hija entra en el convento, la sacaré. La condesa de Rumblar se alejó con presteza de allí. Movido de un sentimiento compasivo, acerqueme a lord Gray. Aquella hermosa figura, arrojada en tierra, aquel semblante descolorido y cadavérico me inspiraba profundo dolor.

Si todos fueran como , Gabriel me dijo don Diego pronto acabarían las picardías que estamos viendo. ¿Durarán las Cortes hasta el mes que viene, señor de Valiente? preguntó la de Rumblar. Durarán algo más, señora. A no ser que los franceses envalentonados con nuestras discordias, entren en Cádiz, y hagan con todos los que aquí estamos un picadillo.

El primero que rompió el silencio fué Rumblar, diciendo: Todo eso está muy bien dicho. ¿Creeréis que hace días me ocurrió una idea parecida cuando estaba cazando moscas y poniéndoles rabos en cierta parte, para que al volar hicieran reír a mis dos hermanas, que estaban rezando? Sólo que yo no sabía cómo decir aquello que pensaba.

Yo a Rumblar, ciego de ira, luchando cuerpo a cuerpo con un francés; vi a Santorcaz dando pruebas de tener un puño formidable para el manejo del sable; usélo con toda la destreza que me era posible, y lo mismo yo que mis amigos y otros muchos jinetes de mi fila nos internamos locamente por el grueso de la infantería contraria.

Creo que tampoco he de morir por ahora. ¡Ay! ¡Si me viera usted!, tengo un fuego dentro de la cabeza... Me hierven aquí tantos pensamientos nuevos, tantas aventuras, tantos proyectos, que se me figura he de vivir lo necesario para que sepa el mundo que existe un D. Diego Afán de Ribera, conde de Rumblar. ¡Bueno, magnífico! Lo mismo era yo cuando niño.

¡Es un error! ¿Pero de veras viene doña María? Yo estoy temblando... Alguien ha entrado en la casa. No había acabado de decirlo cuando sintiose gran ruido abajo y arriba gran conmoción. Apareció Amaranta, apareció Inés, emitiéronse distintos pareceres, pero prevaleció el de que se recibiese decorosamente a la de Rumblar, contestando a sus cargos en el terreno legal, si ella en el mismo los hacía.

Que vengan las muchachas, que vengan las guitarras gritó el de Rumblar, dueño ya tan sólo de la mitad de su corto entendimiento. Poenco, si las traes te hacemos... Te hacemos diputao... ¿Qué es eso? ¡Menistro! ¡Viva la libertad de la imprenta y el menistro señó Poenco!