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Nos quedamos solos la condesa y yo por largo rato, pudiendo sin testigos hablar tranquilamente lo que verá el lector a continuación si tiene paciencia. Gabriel me dijo , te he llamado para decirte que ayer, en una embarcación pequeña, venida de Cartagena, ha llegado a Cádiz el sin par D. Diego, conde de Rumblar, hijo de nuestra parienta, la monumental y grandiosa señora doña María.

La de Rumblar tiene el buen gusto de no admitir en su casa a los politiquillos y diaristas que infestan a Cádiz. Ya. Allí no se juega tampoco.

D. Diego dijo Santorcaz . Puesto que la Sra. Condesa le escogió a usted esa esposa, sin duda es un gran partido, y usted debe insistir en casarse con ella. ¿Si? Pues vaya usted a sacarla del convento añadió Rumblar . Vamos, que, según me dijeron, no hay quien le hable de otro esposo que Jesucristo.

Les digo a ustedes que tropa más escogida que aquélla no la capitanearon los famosos caballistas José María y Diego Corrientes. ¿Va usted ya de marcha? le pregunté. ; dispusieron que fuera alguna fuerza de paisanos a guardar el paso de Despeñaperros, y yo solicité esa comisión, que me agrada mucho. Allá voy con mi gente. ¿Quieres venir? ¿Has estado en casa de Rumblar? De allá vengo.

Ya sabe usted que, según consta en la fundación de este gran mayorazgo, uno de los principales de España, no habiendo herederos directos, pasa a los de segundo grado en línea recta, por lo cual ahora correspondería al primogénito del conde Rumblar.

Eminente joven, gloria de la patria, si le prestaras cuatro duros al señor conde de Rumblar, Europa entera te lo agradecería. Le di los cuatro duros. Gracias, gracias, benemérito soldado. Te los pagaré cuando me case. Dime, ¿no te parece que hago bien en desechar vanos escrúpulos? ¿Eso qué duda tiene?

De este modo los más frívolos sucesos, que no parecen tener fuerza bastante para alterar con su débil paso la serenidad de la vida, la conmueven hondamente de súbito y cuando menos se espera. Poco después entró en la sala el memorable D. Diego, conde de Rumblar y de Peña Horadada, y con gran sorpresa mía, ni saludó a la condesa, ni esta tuvo a bien dirigirle mirada alguna.

Amaranta con sus majaderías le ha amoscado a usted. Tengo que ir a casa de la señora condesa de Rumblar. Eso es un desaire, Sr. D. Pedro. Dejar mi casa por la de otra. La condesa es una persona respetabilísima que tiene alta idea del decoro. Pero no hace vestidos para los <i>Cruzados</i>.

Yo que la habéis recogido; yo que está en un convento; yo que su boda con el conde de Rumblar está concertada; yo que para realizarla se han tenido en cuenta poderosos intereses de ambas familias, que la hacen imprescindible; yo que para llevar a efecto la legitimación se ha consumado una superchería poco digna de personas como...»

Al fin, concluido el rezo, tuve el honor de entrar en la sala, donde estaba doña María con sus dos niñas, D. Paco y tres caballeros más que yo no conocía. Recibiome la de Rumblar con cierta cortesanía ceremoniosa y un tanto finchada, pero afablemente y mostrándome benevolencia de alto a bajo, es decir, entre generosa y compasiva.